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Velocidad

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15 agosto, 2018
por Luciano Concheiro | Twitter: ConcheiroL

Comenzar a ver una película antigua y que, a los diez minutos, alguien se queje porque la trama transcurre con lentitud. Las sopas para microondas. El sentimiento de que nunca logramos terminar nuestros pendientes, que las horas del día no nos alcanzan. Que en seis meses el celular que usamos se vuelva obsoleto. Los divorcios exprés. Los cantantes que se vuelven famosos de la noche a la mañana y dejan de serlo a la misma velocidad. Las prisas con las que hacemos cualquier cosa. El afán por reducir el tiempo de producción de un mercancía. Creer que la política pública consiste en reparar los baches de las calles. El estrés y la ansiedad. El deseo de ganar más en menos tiempo. Los sucesos políticos que parecen históricos y son olvidados en cuestión de días. El internet de banda ancha. Que unos lentes de sol pasen de moda en una temporada. El sueño de enriquecerse en un par de meses. Ser empleado con un contrato temporal. Las cápsulas de café Nespresso. El abandono de la carta como medio de comunicación. Aquellos políticos que, sobre cualquier otro problema, se enfocan en su imagen pública. El multitasking. Inventar un avión que se desplace a mayor velocidad. Ir a comprar alguna prenda de ropa una vez por semana. Los mensajes y correos electrónicos interrumpiendo a cada momento. La construcción de un edificio de treinta pisos en 360 horas. La popularidad de la cocaína y el speed. Estar convencidos de que “el tiempo es oro”.

En sentido estricto, estos ejemplos son análogos y dan cuenta de lo mismo: que la velocidad y la aceleración dominan nuestras vidas. No resulta difícil percatarse de esto. Cada vez se vuelve más evidente. Y más sofocante.

En los últimos años, se ha discutido en forma extensa cuál es la causa de esta aceleración que nos asedia. Para mí, la respuesta ha de tener inspiración marxista: debemos entender el fenómeno del incremento de velocidad en la sociedad contemporánea como parte de las dinámicas del capitalismo. Corriendo el riesgo de ofrecer una interpretación reduccionista y ahistórica, puede afirmarse que el capitalismo, entendido como una racionalidad y no sólo como un sistema económico, está articulado alrededor de varios principios entre los cuales sobresale el de la búsqueda eterna de ganancia. El dinero es invertido con el objetivo de obtener más —y así de manera permanente—. Entre los capitalistas no existe tal cosa como la satisfacción. Para explicar de qué manera el dinero se convierte en capital, Karl Marx enunció una “fórmula general del capital”: D-M-D’ (dinero-mercancía-dinero’). El dinero se transforma en mercancías. Éstas, a su vez, son luego transformadas en una cantidad mayor de dinero o, dicho de otra forma, en el dinero invertido en un inicio más: una plusvalía. La formula resulta provechosa porque enfatiza la circularidad del proceso y, por tanto, permite dar cuenta de por qué la aceleración es vital. Entre más rápido se complete el ciclo del capital se obtendrán mayores ganancias, las cuales a su vez podrán ser invertidas de nuevo con mayor prontitud. En palabras del propio Marx: “Cuanto más ideales sean las metamorfosis circulatorias del capital, es decir, cuanto más se reduzca a cero o se aproxime a cero el tiempo de circulación del capital, tanto más funcionará éste, tanto mayor será su productividad y su autovalorización”.

El incremento de velocidad ha sido uno de los mecanismos fundamentales del capitalismo para optimizar y aumentar las ganancias. Resulta central enfatizar que este incremento se efectúa en los distintos momentos del ciclo de rotación del capital: se acelera el tiempo de producción, el de trasporte, el de consumo. Tampoco hay que perder de vista que opera mediante muy distintas formas: con innovaciones tecnológicas, con mejoras técnicas y operativas, con generación de nuevos deseos, con obsolescencia programada. Sería un grave error asumir que la aceleración se restringe a la esfera económica. La velocidad configura nuestra política, nuestra subjetividad, nuestras relaciones sociales, nuestros cuerpos. Somos sujetos acelerados, atrapados en una inmovilidad frenética cuyo único futuro parece ser la destrucción planetaria. Los temas fundamentales, tanto en términos éticos como políticos, son entonces: ¿qué nos espera si la aceleración continúa? ¿Cuál es su límite?: ¿la catástrofe ambiental absoluta? ¿el paro cardiaco?, ¿la sobredosis? ¿Cuánto más aguantarán nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestro planeta? Y, sobre todo: ¿Qué otras temporalidades podemos imaginar? ¿Qué otro tiempo podemos construir?

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