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4 septiembre, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El hotel es al hombre moderno lo que la cabaña de Laugier al primitivo. O al revés: el hombre moderno es al hotel lo que el primero a la cabaña primitiva de troncos y enramadas. Si la cabaña es, en su origen, una estructura más bien ligera que remeda refugios animales y le permite al hombre asentarse, establecerse dejando de vagar sin rumbo sobre la tierra, el hotel es, generalmente, una estructura más bien estable que le permite al nómada contemporáneo hallarse como en casa en cualquier al que vaya. El hotel es el epítome de la hospitalidad —esa es, de hecho, su raíz, que comparte con hostal y, obviamente, con hospital. De Gustav von Aschenbach a Ben Sanderson —el personaje interpretado por Nicolas Cage en Leaving Las Vegas—, el hotel es un refugio para aquellos enfermos de nostalgia: aquejados por el dolor de haber dejado el hogar que no es necesariamente lo mismo que la casa. El hotel es una imagen poderosa en la literatura, el cine y hasta en la música. El hotel es uno de los ejemplos de la heterotopía para Foucault —«el desfloramiento de la joven virgen no puede tener lugar en “ninguna parte” y, en ese momento, el tren o el hotel de la noche de bodas es precisamente el lugar de esa ninguna parte, una heterotopía sin referencias geográficas. Como el aeropuerto, para Marc Auge el cuarto de hotel es uno de los ejemplos de un no lugar: siempre vacío de significado aunque esté lleno de cosas, siempre genérico aunque este cargado de falsas señas de identidad.

El hotel también es, sin duda, uno de los sitios donde con mayor facilidad se produce la freudiana transmutación de lo familiar en lo siniestro. Eso debe tener que ver con su condición artificial. No que la arquitectura pueda reclamar en algún caso una auténtica naturalidad sin entrar en contradicciones, pero en el hotel el artificio y el fingimiento se llevan al exceso: siempre son la imagen de algo más que ellos mismos. Cuando no se trata de arquitectos reconocidos puestos a redimir la tipología —obviamente reclamándose auténticos allá donde los profesionales se entregan al artificio—, los arquitectos y diseñadores de hoteles, ocupan un lugar marginal en la historia oficial de la arquitectura. Morris Lápidus, John Portman, Andree Putman o Philippe Starck se colocan en lugares distintos que Frank Lloyd Wright, Arne Jacobsen, Ricardo Legorreta o Jean Nouvel —arquitectos que han diseñado hoteles de arquitectos.

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El hotel también se plantea, finalmente, como un reto para la edición de una revista de arquitectura. Las publicaciones que presentan hoteles se centran en esas cualidades como el confort, la seducción o la fantasía, que el canon de la edición arquitectónica parece rechazar. La arena, el mar, el cielo azul y la pareja en traje de baño tumbados a la sombra de una palmera parecen disfrutar demasiado de la vida y del espacio para lo que aconseja el ascetismo casi masoquista de la arquitectura culta —que cuando se entrega a esos placeres lo hace irónica, jamás con inocencia.

El número 69 de Arquine, además de varios proyectos de hoteles recientes e historias de otros no tanto, reúne textos de autores como Guillermo Fadanelli y Aurelio Asiain, Isaac Torres, Ana Puigjaner y Pablo Martínez Zárate, fotografías de Kurt Hollander y Adam Wiseman, un recorrido por algunas zonas de la ciudad de México narrado por Julian Herbert y fotografiado por Laurent Portejoie.

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