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Columnas

Sin revolución y sin arquitectura

Sin revolución y sin arquitectura

30 agosto, 2017
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Texto publicado en el número 43 de la Revista Arquine, primavera 2008 | #Arquine20Años

Soy un arquitecto, nadie va a hacer de mi un político

Charles Eduard Jeanneret

 

“Durante los últimos ciento cincuenta años un gran cambio ha tenido lugar en la arquitectura. Este cambio no tiene nada que ver con las cuestiones superficiales de estética que agitaron al mundo de la arquitectura: las querellas entre clásicos y medievalistas o entre tradicionalistas y modernos no tienen ningún sentido en estos términos. Me refiero al proceso mediante el cual la manufactura ha tomado, paso a paso, el lugar del arte de construir y todos los procesos menores de construcción se han desplazado de la obra a la fábrica.”

Así inició Lewis Mumford el primero de los dos artículos titulados “Producción en masa y la casa moderna”, publicado en enero de 1930 en la Architectural Record. Para Mumford, tales nuevas condiciones de producción de la arquitectura no implicaban una inevitable y necesaria mejora en las condiciones de vida generales, como era la postura de los abanderados de las vanguardias europeas de la década de los años veinte. Apuntaba que —por irónico accidente— el primer uso de partes prefabricadas en la construcción había sido meramente decorativo: las molduras de yeso elaboradas en serie se introdujeron antes que la estufa Franklin —las de hierro fundido que inventó Benjamín Franklin, más seguras y eficientes que una chimenea—. La manufactura mecanizada había reemplazado a la artesanía manual precisamente en la producción de eso que la modernidad ya había declarado inútil y criminal: el ornamento.

Casi una década antes que Mumford, en 1923, Le Corbusier había publicado Vers une Architecture. El penúltimo capítulo —ilustrado con variaciones aplicadas al “esqueleto Domino” de 1915, la casa Citrohan, del 21, y las viviendas de Pessac, en las afueras de Bordeaux, del 24, entre otros proyectos— lleva por título, precisamente, Casas en serie. “El problema de la casa —escribió— es un problema de época —de nuestra época, habría que enfatizar. La arquitectura tiene como deber principal, en una época de renovación, operar la revisión de los valores, la revisión de los elementos constitutivos de la casa.” Para Le Corbusier, esa revisión de los valores y de los elementos constructivos correspondía a una misma estrategia, la estandarización. Esta última, la estandarización constructiva o técnica, responde a los nuevos modos de producción industriales, al taylorismo del que Le Corbusier se confesaba seguidor: “En todas las ramas de la construcción, la industria, poderosa como una fuerza natural, como un río que todo lo invade, tiende cada vez más a transformar los materiales naturales en bruto en lo que llamamos nuevos materiales” —materiales artificiales que, en contraste con los naturales, heterogéneos y de variable calidad, son homogéneos, han sido probados en laboratorio y producidos con elementos fijos. De ese aspecto de la estandarización —“el estado mental de construir casas en serie”—, la otra cara corresponde a la revisión de los valores del habitar moderno: “el estado mental de habitar casas en serie”. A la racionalización del construir se corresponde otra del habitar. Por eso, Le Corbusier ridiculiza esa “verdadera histeria sentimental” que hace que, al construir su casa, “no sea la hora del constructor ni del técnico, sino la hora en la que cada hombre hace al menos un poema en su vida”.

 

La estandarización racional de las formas de vida no se veía, en las décadas de los años veinte y treinta, como un gesto ni autoritario ni totalitario, sino como un camino lógico hacia la equidad. En México, por ejemplo, en su participación en las “Pláticas sobre arquitectura” de 1933, Juan O’Gorman afirmaba —radicalizando la posición de Le Corbusier, de quien más tarde tomaría distancia con la misma intensidad— que el tamaño de la puerta de la casa del obrero sería igual que la puerta de la casa del filósofo: “La necesidad esencial se resuelve en cada caso con exactitud”. Para O’Gorman, como para muchos otros arquitectos de su tiempo, la arquitectura no era el lugar para el ejercicio de diferencias cuya única explicación era la inequidad social. En contraste, en un artículo publicado de manera póstuma en 1965, con el título “El frente social de la Arquitectura Moderna en los años 30”, Catherine Bauer Wurster —pionera en la definición de la vivienda social en Estados Unidos— consideraba la estandarización como una de las tres falacias de la vivienda social, siendo las otras dos el concepto del Existenzminimum —el espacio mínimo necesario para habitar, definido por el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en 1930— y el colectivismo. De este último afirmó que, en su momento, independientemente de la posición política, “parecía inevitable para casi cualquier persona sofisticada que de la tecnología moderna resultarían formas colectivas de vida. Nadie imaginaba que escogeríamos utilizar la tecnología, empezando en Estados Unidos, en principio para incrementar la independencia individual y familiar”.

Más temprano que tarde, las pretensiones sociales del movimiento moderno de la arquitectura empiezan a diluirse bajo la presión del estilo. Bauer afirma en su texto que “casi todos estarían de acuerdo con Douglas Haskell en que de la gran revuelta ya sólo nos queda la forma. Pocos defenderían hoy que se trató de algo más que un estilo o, más bien, de una diversidad de estilos. Muchos han olvidado que la arquitectura moderna estuvo alguna vez primordialmente interesada en la mejora cívica y social”. De ahí la discrepancia de Mumford —mentor de Catherine Bauer— con cierta idea de producción en masa. La casa en serie —dice en su primer artículo de 1930— representaría un avance real en términos de higiene y calidad constructiva y, “dado que buena parte de la población vive en condiciones insalubres, de hacinamiento y con las mejores características del ambiente moderno fuera de su alcance, se podría tener a la casa en serie como una promesa atractiva”. ¿Se desdibuja el arquitecto ante tal prospecto? —se pregunta Mumford. Más vale que no, responde. “Como profesión, ha permitido algo peor que la casa en serie diseñada científicamente: la no científica del especulador inmobiliario.” Mumford parece intuir que el entusiasmo de Le Corbusier y otros arquitectos contemporáneos por la casa en serie adolece de un optimismo ingenuo que ignora las complejidades del sistema de producción en el que se inscribe.

En el extremo opuesto de Mumford, Meyer Schapiro publicó el artículo “La nueva arquitectura”. Firmado con el seudónimo John Kwait, se trataba de un comentario a la exhibición organizada por Johnson y Hitchcock: “los edificios son más que diseños o espectáculos; son un programa social y parte necesaria de una nueva sociedad. Las intenciones de los arquitectos más avanzados implican una revolución social, aun cuando los mismos arquitectos sean conservadores o ignoren los hechos.” A partir tanto de Mumford como de Schapiro, y parafraseando a Walter Benjamin, habría entonces que preguntarse por el papel del arquitecto como productor.

 

En su conferencia “El autor como productor”, Benjamin propone que, antes de cuestionar ¿cuál es la actitud de una obra frente a las relaciones de producción de la época?, habría
que formular la pregunta: ¿cuál es su posición dentro de ellas? Esa pregunta, dice, apunta directamente a la función de la obra dentro de las relaciones de producción de una época y, por lo tanto, a la técnica de la obra, lo que permite “superar la oposición estéril entre forma
y contenido”. Para Benjamin, el ejemplo en literatura de dicha relación entre técnica y obra es la prensa, la cual hace que “se gane en amplitud lo que se pierde en profundidad”, provocando la progresiva desaparición de la diferencia entre autor y público: “la persona que lee está lista en todo momento para volverse una persona que escribe.” Benjamin retoma el concepto brechtiano de refuncionalización: no se debe abastecer el aparato de producción sin transformarlo al mismo tiempo. El trabajo del autor, por lo tanto, “no se limitará nunca a ser un trabajo sobre el producto; se ejercerá siempre, al mismo tiempo, como un trabajo sobre los medios de producción.”

En “La nueva arquitectura” Schapiro afirma que la forma técnica o estética no basta para asegurarle valor social a esa arquitectura. “Como cualquier técnica, ésta puede utilizarse bien o mal. Sin la voluntad de aplicarlo a un fin común, este estilo, nacido de la sociedad industrial, seguirá siendo un medio de explotación o la última moda de la clase adinerada, el símbolo de una eficiencia provechosa y espectacular.” Asimismo da crédito a Mumford por haber insistido, en el catálogo de la exposición del MoMA, en que, referente a la vivienda, las alternativas para los grupos excluidos o marginados son o bien una revolución económica —que elevaría sus ingresos y permitiría que tuvieran acceso a mejores condiciones— o el subsidio público, que proveería la diferencia entre lo que pueden pagar y el costo real de una casa aceptable.

En la segunda entrega de su texto sobre la producción en masa y la casa moderna, Mumford agregaba otras dos posibilidades: preservar la vivienda aislada, aceptando las limitaciones que eso implicaba en cuanto a falta de espacio abierto, de privacidad o de interés estético o, finalmente, establecer una arquitectura integral. Eso significaba que, “en vez de tratar un solo aspecto del problema arquitectónico, se empezaría con la comunidad y se tratarían los problemas económicos, de planeación comunitaria, técnicos y arquitectónicos como uno solo”. La paradoja de la arquitectura moderna —añadía enfático— es que sólo podemos alcanzar la individualidad en la escala comunitaria. La manera moderna correcta, política y económica, para construir para la comunidad no podría resultar interesante para el capital privado y tendría que ser un asunto de interés público. La arquitectura integral, digamos, no debía abastecer al sistema de producción, sino transformarlo.

 

P.S. El último capítulo del libro de David Harvey Spaces of Hope (2000) lleva por título “El arquitecto insurgente en acción”. “Imaginémonos como arquitectos, armados de una amplia gama de capacidades y poderes, inscritos en un mundo físico y social lleno de restricciones y limitaciones. Imaginémonos también que luchamos para cambiarlo. Como hábiles arquitectos inclinados a la insurgencia, debemos pensar estratégica y tácticamente sobre qué cambiar y dónde, sobre cómo cambiar qué y con qué instrumentos. Pero también debemos, de algún modo, continuar viviendo en este mundo. Éste es el dilema fundamental que enfrenta cualquiera que esté interesado en un cambio progresivo.”

El último capítulo de Vers une architecture lleva un título harto conocido: “Arquitectura o revolución”. Le Corbusier lo concluye, entusiasta, afirmando que “podemos evitar la revolución”. Catherine Bauer, como Mumford, Schapiro y el mismo Benjamin en otro contexto, entendía que la revolución no había que evitarla, sino desplazarla: transformar los medios de producción. Pero para eso hace falta otra técnica de producción, un método racional —dice Bauer— que precisa de mentes abiertas y trabajo en equipo. Los arquitectos innovadores que, en un principio, plantearon esa nueva técnica —afirmó— regresaron al papel de prima donna y al privilegio de la expresión personal. Como ya veía Mumford, ese retiro de los arquitectos dejaba el campo libre al especulador inmobiliario y al constructor sin escrúpulos. Hoy, el estado de las cosas —empezando por el debilitamiento del Estado— quizá haya empeorado. En el catálogo de la exposición “Vivienda, sustancia de nuestras ciudades, Crónica europea 1900–2007”, Nasrine Seraji escribe que “reflexionar sobre la vivienda como un programa ya no se considera un dominio gratificante por los arquitectos”. Al final, al menos en cuestiones de vivienda, nos quedamos sin revolución y sin arquitectura.

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