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Sea Ranch

Sea Ranch

14 enero, 2020
por Alfonso Fierro

Cuando decidí que podía tomarme unos días para ir a conocer Sea Ranch, me metí a Airbnb para ver si de casualidad alguna de las cabañas originales estaba disponible. Pensé que era un tiro al aire, considerando que el proyecto se había gestado con un espíritu de comunidad según el cual era fundamental conocerse entre vecinos, tomar decisiones en común y partir siempre de un terreno de valores e ideas compartidas entre todos para así habitar juntos. Por eso me sorprendió cuando resultó que no sólo una o dos de las cabañas de Joseph Esherick, sino que la mayor parte de las casas y cabañas originales estaban ahora en Airbnb y eran manejadas por las mismas dos compañías de bienes raíces. Me pregunté si eso quería decir que sus dueños eran ahora esas dos compañías o si estas compañías manejaban la renta de las casas porque sus dueños ya no vivían ni iban nunca a Sea Ranch. 

Me enteré de Sea Ranch a través de una exposición en el SFMOMA. Ahí, entre dibujos, bocetos, fotografías, diagramas y planos, se narraba la historia del lugar y de las ideas que lo habían moldeado. La exposición explicaba la anécdota según la cual un desarrollador y un grupo de arquitectos de Berkeley con ideas afines habían tenido la ocurrencia de construir una comunidad cuya arquitectura y forma de vida surgieran y estuvieran todo el tiempo condicionadas por el sitio mismo, un pastizal en la costa norte de California que en otro tiempo fue un rancho de ovejas. De entrada, la arquitectura tenía que surgir y responder al sitio: se utilizaría la madera del lugar; se permitiría que el tiempo, el aire y la brisa salada obraran sobre los materiales; las formas arquitectó0nicas estarían en diálogo y serían tan austeras como los viejos graneros y establos que todavía quedaban por ahí, grises de tanta sal, perdidos entre los pastos largos, como ruinas. La experimentación sesentera y la herencia moderna en arquitectura tenían que ponerse en función de estas premisas. Y así, en Sea Ranch predominaría lo que ya estaba desde antes, que era el sitio mismo y su ecosistema: los pastizales, los escarpados frente al mar, el bosque que empezaba unos metros más lejos, la fauna y la flora que habitaban en ese ambiente. Las casas, el hotel y los centros recreativos estarían desperdigados por ahí, conectados a través de senderos por donde la gente podría pasear con tranquilidad, asimilados en el paisaje. 

Al igual que muchas otras comunidades surgidas en los años sesenta, sobre todo en una California revolcada de sur a norte por las olas del New Age, Sea Ranch se pensó como una separación, casi una secesión de la vida americana y los Estados Unidos. En Sea Ranch, como decía uno de los diagramas montados en la exposición, operarían una serie de reglas y normas propias, decididas en consenso por los miembros de la comunidad y que nada tenían que ver con los suburbios clásicos y su reproducción normativa de una forma de vida. La exposición llamaba a esto el “idealismo” de los searanchers, pero quizá un mejor término sea utopismo, en la medida en la que la utopía implica siempre un movimiento de separación y clausura espacial. En la Utopía de Moro, para no ir más lejos, la primera decisión del rey Utopus es construir un canal que volviera su territorio una isla, separándolo y aislándolo del resto del mundo. Era en la isla utópica, libre de las contaminaciones del exterior, donde podía crearse una nueva ley, una nueva sociedad y una nueva forma de vida.  Los integrantes originales de Sea Ranch, al igual que muchas otras comunidades contraculturales de la época, pensaban justamente en estos términos: ese pedazo de tierra lejos de todo, aislado casi por completo de la vida americana, representaba una oportunidad para empezar de nuevo y construir desde sus cimientos su propia comunidad. 

En The Drowned World, cuando varios de los personajes empiezan a sentir la inclinación de internarse en las lagunas tropicales en las que se ha convertido Londres como si estuvieran volviendo al líquido amniótico, J.G. Ballard plantea la existencia de una memoria biológica, instintiva, incontrolable. Mientras paseaba por el lugar, perdiéndome en sus senderos y pastizales, me preguntaba si el utopismo de Sea Ranch (al igual que del resto de las comunidades contraculturales de Estados Unidos) no respondía en cierta medida a una inclinación así, a una memoria cultural tan ancestral que ya era instintiva, casi un reflejo. Porque puede decirse que el proceso de integración nacional de Estados Unidos, la forma como llegaron a expandirse de costa a costa, dependió entre otras cosas de grupos dispuestos a internarse cada vez más lejos, a menudo motivados por la fe. Estos grupos, comunidades y sectas, pese a sus diferencias evidentes, compartían sin embargo una idea providencial de la tierra americana, que veían como su salvación. Ahí, en ese pedazo de tierra alejado de todo mundo, aislado de cualquier contaminación o impureza, nacía la posibilidad de empezar de nuevo, corregir los errores del mundo de los hombres y construir la buena vida, aquella que les garantizaría la redención en el reino de la tierra y la salvación para el reino de los cielos. ¿No fue la “conquista” del Oeste pensada justo en estos términos, como un proyecto redentor, tierra de segundas oportunidades y de empezar de nuevo? En términos prácticos, lo que estas comunidades cerradas terminaron por hacer fue abrir el camino, trazar la vereda por donde luego atravesaría cualquiera hasta que ese territorio, en otro tiempo aislado, se incorporaba ya de lleno a la nación. Y ahora Sea Ranch, según lo que descubría en Airbnb, ya no era una comunidad integrada por una serie de ideas y valores compartidos, sino un negocio turístico de un par de compañías que rentaban las casas a gente como yo. 

Aún así, durante los días que estuve en Sea Ranch, no me pareció difícil contagiarme de su promesa, percibir el atractivo que significó ese lugar para Esherick, Donlyn Lyndon, Al Boeke y el resto de los arquitectos que se imaginaron y construyeron esa comunidad. Las casas y estructuras aparecían y desaparecían entre los senderos que atravesaban los pastizales o se internaban en el bosque o conducían a los escarpados costeros y las playas llenas de focas. En casi todas se percibía esa tensión entre austeridad y experimentación, practicidad campestre y juego que los searanchers habían sentado como punto de partida. Muchas de ellas prometían cosas interesantes al interior, aunque la mayoría estuvieran cerradas y no me dejaran ver. Lo mismo sucedía con uno de los centros recreativos, el Moonracker, que no era más que una sencilla estructura de madera, casi un tablón, frente al cual aparecían dos hundimientos, uno para una alberca y el otro para una cancha de tenis. Aún así los arquitectos habían encontrado oportunidad para el juego pues en los vestidores una serie de pequeños espacios se desdoblaban uno frente al otro como si fueran una casa de espejos. Los diseños coloridos de Barbara Stauffacher –bastante sesenteros, por cierto– segmentaban las paredes o conducían de un espacio a otro, o provocaban una ilusión de profundidad que ampliaba las dimensiones reducidas del vestidor. Fuera de esas construcciones que emergían de entre los pastos o se abrían hueco entre los árboles, el paisaje de la costa norte de California predominaba, y ciertamente era hermoso. 

No había nadie en Sea Ranch. Me metí sin permiso al Condominio 1, una de las primeras estructuras del sitio. Ni siquiera había a quién pedírselo, mucho menos alguien que me fuera a regañar o a correr. Así que ahí estuve caminando entre los pequeños departamentos, probando las chapas a ver si de casualidad alguna estaba sin seguro. Tampoco en los centros recreativos había nadie. Ni en los senderos, fuera de una o dos personas con las que me crucé por ahí. La mayor parte de las casas estaban cerradas, si no es que vacías o abandonadas. Muchas tenían letreros de venta. Cuando ya iba de regreso por la carretera 1 que bordea el océano Pacífico, pensé que tal vez eso era lo que más me había atraído de Sea Ranch. El hecho de que fuera una suerte de ruina a medio California, como si acabara de pasar unos cuantos días paseando yo solo entre los restos arquitectónicos de una comunidad que, a causa de algún misterioso cataclismo, de repente había dejado de existir.   

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