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Rebecca West en el Museo de Antropología

Rebecca West en el Museo de Antropología

10 noviembre, 2015
por Juan Manuel Heredia | Twitter: guk_camello

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En 1966 Rebecca West viajó a ciudad de México con el propósito de entrevistar al nieto de León Trotsky. West era entonces una de las más afamadas escritoras inglesas, una veterana y versátil novelista, periodista y crítica literaria. Al llegar a México, un país que desconocía pero que deseaba visitar, la escritora cambió sus planes –o más bien amplió su proyecto– y se dedicó por entero a escribir un libro sobre México y los mexicanos. Concebido como una continuación de su libro clásico Black Lamb and Grey Falcon, su libro sobre México quedó finalmente inconcluso y fue solo hasta 2003 que su borrador fue editado y publicado de manera póstuma bajo el título Survivors in Mexico.[1] El libro es un relato de la historia de México y de la cultura posrevolucionaria en la época del desarrollismo, escrito en su mayor parte antes de los fatídicos eventos de 1968. Resalta en él la descripción que hace de Chapultepec, “una de las mayores glorias de la ciudad de México”, y en especial del recién terminado Museo Nacional de Antropología, su “gloria suprema”.

La descripción de West del museo proyectado por Pedro Ramírez Vázquez, Rafael Mijares y Jorge Campuzano contrasta con aquella otra escrita pocos años después por Octavio Paz (y con muchas otras posteriores) en su optimismo sobre el significado de su arquitectura.[2] West, como Paz, describe aspectos del edificio pero se enfoca más en sus espacios, proporciones, materiales y calidades lumínicas, sin pasar por alto la columna central del patio (aquella que según el poeta mexicano “sería prodigiosa si no estuviera cubierta por relieves con los motivos de la retórica oficial”).[3] La parte más interesante del texto sin embargo es su descripción de la experiencia de los visitantes del museo ante los objetos expuestos y los estados anímicos a los que ellos -y ella misma- son transportados al recorrer sus espacios. Traduzco a continuación aquellas líneas que serían el orgullo de los arquitectos del museo:

Que no les quede la menor duda, cualquier cosa que tengamos en Londres o Nueva York ellos la tienen aquí [en Chapultepec], en esta ciudad, la capital de un país pobre, y de forma más amena: por lo menos dos galerías de arte -algo seguramente único en un parque público-, dos campos de batalla de significación nacional y el Museo de Antropología que es su gloria suprema […] Existen muchos museos –como el Louvre o el Museo de Arte Oriental de Zúrich- que son bellos porque sus sedes fueron alguna vez palacios o residencias para ricos. Pero este debe ser por mucho el museo más bello construido como museo. Su materia es exquisita. Los muros están hechos de ladrillos de piedras de colores sutiles: gris pálido, gris tormenta, gris-violeta, violeta, azul grisáceo, azul, gris rosáceo y rosa, y brillan como si vivieran y respiraran. Sus proporciones moldean el espacio como si se tratara de un delicioso elixir y como si el arquitecto lo sirviera para un universo de invitados. Entrar al vestíbulo, mirar la fuente -que es como un árbol enorme-, cruzar el patio con sus estanques, es como vaciar una copa, una copa de algo mejor que el vino. Luego viene el shock, la revelación […] las expresiones del genio indígena en su pureza, sin haber sido afectadas por Europa […]

Las salas de este museo en el Cerro del Chapulín están iluminadas con tal oficio que la luz en ellas es una constante ebullición de espacio, pero las obras de arte expuestas tienen su propia dimensión de obscuridad debido a la gravidez de sus formas […] Moviéndose entre ellas, en un éxtasis de respeto, estaban los mexicanos vivos con sus complexiones moldeadas y sus pies y manos refinados por su herencia de sangre indígena, pero todos ellos convertidos del pesimismo al optimismo debido a su cepa europea, tan valiente o tan incapaz de aprender. Están como si estuvieran en una iglesia; uno puede identificar a los turistas porque se comportan como si estuvieran en un museo […]

En la mañana de aquel día me había llegado una carta de la Oficina de Hacienda en un típico sobre de color café. Me preguntaban algo que según ellos ya me habían preguntado dos veces con anterioridad. Querían saber como era que una tal señora Clarkinson, una secretaria temporal que había contratado unos años atrás pero que no podía recordar en ese momento, había recibido un cheque de cien libras como parte de su salario que no aparecía ni en su declaración de impuestos ni en la mía. La carta era una especie de basurilla en mi ojo. Una vez que la recordé ya no pude ver el museo ni la madurez levemente ácida, adorable y sutil de aquel día de otoño mexicanizado. No era justo que una investigación sobre la señora Clarkinson se interpusiera entre mí y mi experiencia de ese mundo delicioso, tan ajeno que me daba el placer que uno tendría al serle dado un color nuevo, tan bello como cualquier color pero muy, muy distinto. Hasta el momento en que las campanas doblaron me encontraba plácidamente en el patio del Museo de Antropología que encerraba, entre sus resplandecientes muros de piedras grises, rosas y violetas, un día de noviembre como los que ofrece la ciudad de México, la suavidad otoñal adelgazada por la altitud y el brillo del sol como un vino blanco dulce pero ligero. En el amplio patio se formaba un segundo cielo de nubes y un firmamento azul salpicado de juncos y lirios acuáticos. A mi alrededor había puertas que se abrían a un nuevo firmamento y a un nuevo infierno y a una nueva tierra. Les di la espalda y pasé al lado del largo estanque del patio por debajo de un muro con la inscripción del poema de un rey azteca:

¿Solo así he de irme?
¿Como las flores que perecieron?
¿Nada quedará en mi nombre?
¿Nada de mi fama aquí en la tierra?
¡Al menos flores, al menos cantos!
¿Qué podrá hacer mi corazón?
En vano hemos llegado.[4]


 

[1] Rebecca West, Survivors in Mexico, editado por Bernard Schweizer (New Haven y Londres: Yale University Press, 2003).

[2] Octavio Paz, “Postdata” [1970], en El Laberinto de la Soledad-Postdata-Vuelta al laberinto de la soledad (ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1969), 314-318.

[3] Ibid., 315.

[4] Survivors in Mexico op. cit., 53-54, 75-77. [La traducción al español del fragmento de poesía náhuatl fue tomado de Miguel León Portilla, Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1961), 150-151.

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