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Rafael

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6 abril, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

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Brian Boigon tiene un ensayo titulado What’s so Funny: Modern Jokes and Modern Architecture, en el que compara la comedia moderna con la arquitectura moderna, especialmente en relación a Mies van der Rohe —el ensayo está incluido en un libro editado por Detlef Mertins titulado The Presence of Mies. Mies, con sus trajes negros de impecable corte y sus habanos, ¿chistoso?

Boigon empieza su recorrido con las cortinas. Las de Mies y Lilly Reich y las de los lugares de stand-up en los que, normalmente, detrás de la cortina no hay nada o, más bien, hay un muro de tabique. “El humor moderno nace del mismo código generalizado que la arquitectura moderna —dice. En particular, la stand-up comedy es paralela al surgimiento del espacio moderno.” Boigon hace un recuento breve de la historia de la stand-up comedy: al principio el maestro de ceremonias en los espectáculos de revista de finales del siglo XIX debe entretener al público que se desespera mientras, detrás de la cortina, cambian la escenografía y las bailarinas preparan la siguiente coreografía. Si el animador es bueno, mantiene al público atento y su intervención puede irse alargando hasta el punto que ya no se necesite ni el espectáculo ni lo que está detrás de la cortina.

¿Y qué hay detrás de la cortina? La cortina, al abrirse, se abre a otro espacio, un espacio de representación codificada donde una actriz de 55 años puede hacerla de un joven príncipe danés: la Bernhardt de Hamlet. Puede atreverse y quizá lograr que le crean porque, al abrirse el telón, desaparece la incredulidad —suspension of disbelief le llamó Coleridge. El comediante moderno ya no habla desde otro espacio sino desde el mismo en el que estamos nosotros —por eso la cortina está de más. “Ya no se esconde detrás de la narrativa teatral —dice Boigon— sino que se para y habla en tiempo real”. En tiempo real de cosas reales. Seinfeld no es Hamlet.

Podríamos pensar que eso que hace que la comedia sea moderna —que el comediante hable desde y en el mismo espacio que su público— es lo mismo que según Rosalind Krauss hace moderna a la escultura: cuando Rodin desaparece al pedestal y coloca sus figuras en el mismo espacio que el espectador. La arquitectura moderna hace o quiere hacer lo mismo: deshace y se deshace de los códigos de la representación espacial: no finge: es —o al menos ese es el chiste.

Pero tal vez esas distinciones no sean tan modernas —o la modernidad sea más antigua de lo que suponemos. En un ensayo de 1978 titulado Figures, doors and passages, el arquitecto e historiador inglés Robin Evans explica cómo en el espacio de la Villa Madama, que el cardenal Giuliano de Medici se mandó construir en 1518 o 1519, “no existen distinciones cualitativas entre la circulación a través de la casa y los espacios habitados.” Las habitaciones tienen tantas puertas como sea necesario —más aún: Alberti recomendaba que entre más importante la habitación más puertas a otras que la rodearan debería tener. Los espacios parecen indiferentes a lo que ahí pueda suceder y a quienes los puedan ocupar. No es que en la corte del cardenal de Medici no hubiera una precisa estratificación entre las funciones y las clases sociales de sus miembros, al contrario: estaba extremadamente jerarquizada. Pero esas diferencias sociales no estaban inscritas en el espacio o de menos no en la manera como lo están desde mediados del siglo XVII, donde el espacio de servicio se distingue tan claramente del espacio servido como la servidumbre del amo.

La construcción de la Villa Madama fue llevada a cabo por Antonio da Sangalo siguiendo las ideas de Rafael Sanzio. Para Evans, Rafael hizo con la arquitectura lo que había hecho también con la pintura: en el siglo XV, las figuras en la pintura religiosa estaban separadas no sólo del espectador —por el marco y la superficie pictórica misma— sino de otras figuras dentro de la misma pintura: las vírgenes y los santos tenían su propio espacio aparte dentro del espacio pictórico. Ya desde el siglo XVI, dice Evans, “las figuras descienden de su pedestal para sumergirse en grupos animados de personajes familiares que comparten su compañía, como en las Madonnas de Rafael.” Cuando Rafael —nacido en Urbino el 6 de abril de 1483 y muerto en Roma el 7 de abril de 1520— pinta sus Madonnas, abre —o cierra— el espacio de la representación, como Rodin con su escultura y el comediante con sus bromas, y lo pone en el mismo espacio sin chiste de todos los días —el espacio que también le interesa a la arquitectura moderna. Ése, al menos, se supone que es el chiste.

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