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Columnas

Los ejes petonales

Los ejes petonales

19 julio, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Debe ser difícil escoger a un sólo representante del prototipo de político que el viejo sistema priista producía —y lo de viejo sale sobrando pues, según parece, no hay otro modelo, sin importar siquiera el partido. Pero, sin duda, entre los cinco personajes más probables de recibir tan ilustre título está El Profesor, Carlos Hank González. Hank González resumió en una simple frase la complicidad entre poder político y poder económico, característica no sólo del sistema mexicano sino de las democracias de la era del capitalismo avanzado —donde democracia, por supuesto, es un término mucho más complejo de lo que el diccionario pueda revelar—: un político pobre es un pobre político. Nacido en el Estado de México, desde su puesto como maestro de secundaria en Atlacomulco inició la construcción de un entramado de relaciones cuyos efectos aun se resienten hasta Los Pinos. Hank fundó empresas, fue Gobernador de su Estado y, entre 1976 y 1982 fue Regente de la ciudad de México, durante el gobierno de José López Portillo, su amigo cercano y el Presidente que inició su mandato pidiendo perdón a los pobres, que ofreció defender al peso como un perro —sin lograrlo—, que dijo que debíamos de aprender a administrar la abundancia, que nacionalizó los bancos privados y que terminó su mandato volviendo, entre lágrimas, a pedir perdón a los pobres, que entonces ya eran más y más pobres.

El Regente de la ciudad de México o Jefe del Departamento del Distrito Federal fue, entre 1929 y 1997, nombrado directamente por el Presidente de la República para administrar la ciudad. Durante su regencia, Hank, entre otras obras, continuó la construcción del Metro, realizó la Central de Abasto —proyecto de Abraham Zabludovsky— y abrió los Ejes Viales. Hank no fue nuestro Barón de Hausmann ni nuestro Robert Moses —tampoco estoy seguro si tuvimos entonces una Jane Jacobs chilanga. Pero su intervención transformó radicalmente la ciudad de México. Si quieren imaginarse cómo era la ciudad antes de los Ejes Viales vean algunas calles en la Narvarte, como Vértiz, Diagonal de San Antonio o La Morena. Calles de tres carriles en cada sentido, uno para estacionares, con camellones anchos sembrados con palmeras. A finales de los setenta el automóvil ya era una plaga en la ciudad. La solución de Hank, ensanchar las calles para favorecer la circulación, era una solución a medias, falsa incluso —lo sabemos hoy— pero menos anacrónica que soluciones similares que aun insisten en intentar nuestros actuales gestores urbanos —véanse los segundos pisos, por ejemplo.

Pero más allá del privilegio del automóvil que hoy nos parece insostenible, los Ejes Viales iban acompañados de un sistema más o menos complejo tanto de transporte público como de señalización. La mayoría de los Ejes Viales corría en un sólo sentido, de norte a sur y sur a norte o de oriente a poniente y de poniente a oriente. Cuatro o cinco carriles para automóviles. Las banquetas eran anchas y estaba prohibido estacionarse. Además, la mayoría contaba con uno o dos carriles exclusivos —uno a contrasentido— para transporte público: delfines, ballenas y troles. Las paradas estaban establecidas. Los ejes cuya circulación corría de norte a sur —llamados poniente u oriente, por su posición respecto al Eje Central— tenían señalización roja y blanca: blanco sobre rojo si su sentido era hacia el norte, a la inversa si lo hacían en el sentido contrario. Los colores para los ejes norte y sur, cuya circulación era en sentido oriente-poniente, tenían colores negro y amarillo para su señalización. Algunos de los ejes sirvieron, además, para que por debajo corrieran nuevas líneas del Metro. Quien hoy circule por un Eje Vial lo hará por los restos de aquella infraestructura. El pavimento, como por toda la ciudad, es un desastre; no hay carriles pintados, ya no se diga pasos peatonales; en muchos de los carriles exclusivos para transporte público ya no circula ninguno o, si lo hace, sin orden; los autos se estacionan a su antojo, aunque contra la ley, a ambos lados, incluso en segunda fila.

Por supuesto esta ciudad y ninguna otra necesitan ya de un Hausmann o un Moses, mucho menos de un Hank y todo el aparato que implica un personaje de ese tipo. Pero nuestros jefes de gobierno y de delegaciones, gestores de la ciudad y secretarios de obras o de desarrollo urbano parecen no haberlo entendido. Aunque sus acciones no tienen ni la escala ni menos la lógica —absoluta, autoritaria y, por tanto, indeseable– de aquellas otras. Pienso en la nueva ley de movilidad del Distrito Federal y la ambición —justificada— de darle prioridad —por fin— al peatón. La tarea, si se asume con seriedad, es tan ambiciosa como los Ejes Viales de Hank, aunque en sentido inverso. Por supuesto la escala de tal empresa plantearía estrategias concertadas a muchos niveles: desde instalación de semáforos para peatones hasta la aplicación rigurosa del reglamento de tránsito. La solución oficial ha ido por otro lado: el anuncio de la mejora en seis —uno, dos, tres, cuatro, cinco: ¡seis!— cruceros en la ciudad, pomposa ceremonia de por medio, que servirán, si acaso, como gesto simbólico de una promesa que, a ese paso, difícilmente podrá cumplirse en el plazo de una vida promedio. La diferencia de formas de actuar tiene muchas razones, pero quizás una sea que a Hank sí le interesaba poder circular por la ciudad en su auto, deportivo o blindado, a buena velocidad, mientras que a quienes toman decisiones hoy poco les importa realmente una ciudad caminable —ellos también circulan por la ciudad en su auto, deportivo o blindado y escoltados. ¿Cómo veríamos a un jefe de gobierno de la ciudad que anunciara un proyecto, de la envergadura de aquellos Ejes Viales, que privilegiara al peatón? Que dijera, por ejemplo, que en cada eje vial se ampliarán banquetas, se construirán ciclovías, se renovará el transporte público, se plantarán árboles y se dejarán dos o tres carriles para autos: los nuevos ejes peatonales.

ejevial

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