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La lección de Norman Foster en La Habana

La lección de Norman Foster en La Habana

13 diciembre, 2016
por Juan Palomar Verea

Los grandes arquitectos son realmente escasos. Esa compleja maquinaria mediática y publicitaria que ha construido el cacareado sistema de los “starchitects” es, más que todo, un estorbo. Forma un imaginario, espurio y arbitrario, en el que se dejan envolver, más o menos inconscientemente, muchos de quienes se interesan en la arquitectura contemporánea. Esto resulta altamente tóxico, particularmente para los estudiantes bien intencionados, bombardeados por imágenes espectaculares y con frecuencia incomprensibles, derivadas de efímeras visiones en las pantallas cibernéticas o de algunas publicaciones naturalmente dedicadas, interesadamente, al “mainstream” arquitectónico, internacional y local.

Pero hay cosas incontrovertibles: una de ellas es el hecho de que Norman Foster es uno de los tres o cuatro mayores arquitectos de las últimas décadas. Probablemente su despacho es una de las prácticas de alto perfil arquitectónico más relevantes y exitosas del planeta. Foster ha sido colmado de los mayores honores del oficio, y tiene siempre muchos más encargos de los que su estudio junto al Támesis (Lord Foster of the Thames, es su título) londinense puede generar. Viaja en su propio avión, y es multimillonario. Analizar su obra, con cuidado, permite comprobar un rigor constructivo extraordinario –no exento a veces de extravagancias- y una inventiva estimulante: de allí destila una poética de lo liviano, de lo riesgoso, de lo que se podría decir icárico: llegar a los límites, empujarlos más allá con las herramienta de la tecnología y la inventiva, y casi siempre, con las del sentido común. Y a veces caer.

Esto considerado, algunas noticias cubanas relacionadas con Foster vienen a resultar gratas, inesperadas. Resulta que, en la isla, en los prometedores albores de la revolución tan pronto pervertida, se planearon, sobre los fairways del Country Club de La Habana, una serie de escuelas de artes realmente revolucionarias. Cinco edificaciones que fueron encomendadas, en 1961, al arquitecto cubano Ricardo Porro. Éste, a su vez, invitó a los italianos Roberto Gottardi y Vittorio Garatti para hacerse cargo de tres de los proyectos.

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Lo demás es conocido: la única escuela que actualmente, más de medio siglo después, funciona, es la de artes plásticas, de Ricardo Porro. Su restauración terminó hace pocos años. El fracaso del conjunto se debió a las dificultades económicas, pero sobre todo a la siniestra y estalinista “corrección estética” que castraría casi completamente a la arquitectura cubana del régimen castrista. La visita a la escuela de Porro es un gran lección de inventiva, uso de los materiales; y sobre todo, de adecuación al clima cubano y al carácter festivo y alegre de ese pueblo entrañable.

Pues he aquí que, muy recientemente surge una iniciativa de la superestrella del ballet mundial, el cubano Carlos Acosta, una de las mayores figuras del Royal Ballet de Londres: emprender la restauración y terminación, con la ayuda de Foster, de la Escuela de Ballet, y del conjunto de Cubanacán. La participación del arquitecto británico sería totalmente gratuita. La idea es respetar la concepción original del edificio, incorporando ciertas mejoras funcionales y tecnológicas.

Luego viene la parte triste: Vittorio Garatti, autor original de la escuela, y quien ya se había encontrado en La Habana y puesto de acuerdo con Acosta y Foster, se echa para atrás, poseído probablemente por el lamentable ego, tan frecuente en los arquitectos. Y le manda una también siniestra carta a los hermanos Fidel y Raúl Castro pidiendo que no se toque su “creación”, incompleta desde hace medio siglo, y en ruinas.

Total: ya se verá en qué queda el episodio. Por lo pronto, hay una lección del bailarín Carlos Acosta de amor por su país, otra de Norman Foster de comprensión arquitectónica y de interés y apoyo a la gente de Cuba y a la arquitectura de otros; y otra, patética, por parte de Garatti, de lo que no debería hacer un arquitecto: anteponer su orgullo caduco al bien común, al influjo bienhechor de la solidaridad y el talento.






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