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La ciudad en Paz

La ciudad en Paz

31 marzo, 2019
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos

Octavio Paz

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No tengo competencia alguna para hablar sobre Octavio Paz. Cuando me invitaron a hacerlo me sentí emocionado pero, al mismo tiempo, totalmente vacío. Es decir: no tenía ninguna idea al respecto.

Cambien en las frases anteriores «Octavio Paz» por arquitectura y es literalmente lo que Jacques Derrida dijo cuando lo invitaron a un congreso sobre eso que se supone él había inventado y a los arquitectos les interesaba tanto: la deconstrucción. Por cierto, el asunto de la deconstrucción es buen ejemplo de lo proclives que somos los arquitectos a tomar ideas que entendemos a medias (o que sólo pueden entenderse a medias) y transformarlas en esbozos de una teoría de la arquitectura. Quedan advertidos. Derrida afirmaba que la incompetencia, como origen de un discurso o, al revés, el discurso construido desde una incompetencia asumida y confesa era, además, una manera de cuestionar su opuesto: la autoridad. De eso se trata, entre varias otras cosas, la mentada deconstrucción: de subvertir o desmantelar las estructuras jerárquicas que dan sentido al discurso, a los discursos, en plural. ¿Quién es competente para hablar de la ciudad o de la arquitectura o, por ejemplo, de Octavio Paz?

Es una pregunta incómoda que abre peligrosamente la puerta a la cháchara, al discurso vacío que dice cualquier cosa por no decir simplemente que no puede decir nada al respecto, por no asumir que de lo que no se puede hablar es mejor callarse. Derrida, sin embargo, volvería a insistir, desde la incompetencia, cuestionando cierto principio de autoridad, ¿quién puede hablar de algo y por qué? ¿Quién puede hablar, por ejemplo, de la ciudad?

 

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Hablo de la ciudad es un poema que Paz le dedicó a Eliot Weinberger, su amigo y traductor al inglés. Dice que lo empezó a escribir como un ensayo, como un texto en prosa, y que al escribirlo se dio cuenta de que se trataba de un poema:

novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día, 

convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, teatros, bares, hoteles, palomares, catacumbas,

hablo de las torres, los puentes, los subterráneos, los hangares, maravillas y desastres,

las tiendas donde hay de todo y gastamos todo y todo se vuelve humo,

los mercados y sus pirámides de frutos…

todos los sabores y los colores, todos los olores y todas las materias…

 

La ciudad no se agota en la lista de las cosas que la componen. Es, si le hacemos caso al biólogo francés Henri Laborit, quien escribió un libro titulado El hombre y la ciudad, una estructura [o una superestructura y una infraestructura al mismo tiempo]. Según Laborit una estructura es aquello que da forma a la forma, lo que hace que la forma sea más que la suma de los componentes que la forman.

Una ciudad: piedra, concreto, asfalto.

Desconocidos, monumentos, instituciones.

 

Esa lista la elabora Georges Perec, amante de las listas, en Especies de espacios. Paz podría continuarla:

la ciudad enorme que cabe en un cuarto de tres metros cuadrados inacabable como una galaxia,

la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos,

la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos,

 

Un aleph no del cosmos ni del orbe sino de la urbe: no el universo sino la ciudad entera reducida y resumida en un punto —aquí en un cuarto de tres metros cuadrados: I could be bounded in a nutshell and still count myself king of infinite space, dice Hamlet y lo citó varias veces Borges. También el soñarnos soñados por otros es asunto que interesó a Borges. Pero me parece que el tema sustancial del poema, de la visión de la ciudad en Paz es otro:

estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra, idéntica aunque sea distinta,

hablo de la ciudad inmensa, realidad diaria hecha de dos palabras: los otros, 

y en cada uno de ellos hay un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva,

El problema del Otro y de la otradad es recurrente en la poética de Paz —aunque también podríamos decir que es el tema central de la poesía moderna: ahí está el yo es otro de Rimbaud. “La otredad —escribe Paz en Los signos en rotación, epílogo a El arco y la lira— es ante todo la percepción simultánea de que somos otros sin dejar de ser lo que somos y que, sin cesar de estar donde estamos, nuestro verdadero ser está en otra parte” —la sensación de que la vida está en otra parte, pues.

hablo del encuentro esperado con sea forma inesperada en la que encarna lo desconocido y se manifiesta a cada uno

En La otra voz, Paz dice refiriéndose a la otredad: “no aludo a un más allá religioso: hablo de la percepción del otro lado de la realidad.” ¿Tiene otro lado la realidad? [El filósofo francés Clément Rosset escribió sobre la singularidad de lo real: la idiotez y, por eso, lo trágico de lo real. “Lo real —dice Rosset— es lo que no tiene doble, esto es: una singularidad inapreciable e invisible porque no tiene un espejo a su medida. Resulta que el doble, por la alteración manifiesta y radical que sugiere del objeto que pretende reproducir, es la manera más directa —o, si se prefiere, la menos indirecta— para que lo real pueda hacerse visible.”] La ciudad es para Paz el lugar de los otros, ahí donde los desconocidos se hacen presentes:

Te vi llegar

y sentí

la presencia

de un ser desconocido

Eso no es Paz, es Jose Alfredo:

Las distancias apartan las ciudades

Las ciudades destruyen las costumbres

Una cosa es que la ciudad sea el lugar de los otros y otra que además sea el lugar donde el yo se hace otro, donde yo es otro. En la ciudad uno puede perderse —“un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva”— no necesariamente darse por perdido en la alienación de la gran metrópoli, sino acaso para encontrarse. Se trata de un tema también repetido, por ejemplo, en Walter Benjamin. Por su parte Richard Sennett dice que la ciudad es el espacio común de quienes no tienen nada en común —de nuevo el yo cercenado de un nosotros, si bien Sennett no ve en esa ausencia de denominador común un problema, al contrario. Para Paz la posibilidad de esa comunidad es un tema poético. De nuevo en Los signos en rotación se pregunta: “¿es quimera pensar en una sociedad que reconcilie al poema y al acto, que sea palabra viva y palabra vivida, creación de comunidad y comunidad creadora?” Y más adelante agrega: “una comunidad creadora sería aquella sociedad universal en la que las relaciones entre los hombres, lejos de ser una imposición de la necesidad exterior, fuesen como un tejido vivo, hecho de la fatalidad de cada uno al enlazarse con la libertad de todos.”

 

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El problema de la comunidad —y, por tanto, de la comunicación y también de la comunión— pasa necesariamente, al menos hoy, por el problema del comunismo. Eso es al menos lo que dijo Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable, libro en que glosa el texto de Jean-Luc Nancy La comunidad desobrada (aunque desœuvrée sea desocupada, inactiva, ociosa) que a su vez Nancy dedica a las ideas de George Bataille —el libro de Blanchot, por cierto, fue publicado en español por la editorial Vuelta. ¿Cómo una comunidad se hace una sin cerrarse sobre sí misma? La posibilidad de la comunidad como hecho poético —o como acción poética— se contrapone a su (im)posibilidad como hecho político —a la imposibilidad del consenso, en los términos de Chantal Mouffe. La ciudad entendida como polis, como espacio político, no es una comunidad o no es una comunidad de iguales sino, repitiendo a Sennett, el espacio común de quienes no tienen nada en común. Blanchot escribe que “si la relación del hombre con el hombre deja de ser la relación del Mismo con el Mismo introduciendo al Otro como irreductible y, en su igualdad, siempre en disimetría en relación con aquél que lo considera, se impone una clase de relación totalmente distinta e impone otra forma de sociedad que apenas se osará denominar «comunidad».”

El lenguaje y la otredad en relación a lo político son problemas que también le interesaron a Hannah Arendt. En La condición humana dice que “los hombres, en plural, esto es, en tanto viven, se mueven y actúan en este mundo, pueden experimentar el sentido [meaningfulness] sólo porque pueden hablar y hacer sentido [make sense] unos con otros y para sí mismos. Para Arendt, el lenguaje es la condición no de una poética sino de cualquier política —de lo político, pues— y esto a partir, de nuevo, del reconocimiento de la pluralidad: del “hecho de que son hombres y no el hombre —dice— quienes viven y habitan el mundo.” La pluralidad —agrega Harendt— “es la condición de la acción humana porque todos somos iguales [the same], es decir, humanos, de tal modo que nadie es nunca igual a ninguno que haya vivido, viva o vaya a vivir. Algo más: Harendt distingue la otredad —que los humanos compartimos con todo lo que es— y la distinción —que compartimos con todo lo vivo— de la singularidad [uniqueness]: “la pluralidad humana es la pluralidad de seres únicos.”

Acaso podríamos dibujar un esquema en cuatro partes que determinan el campo dentro del que la poética y la política se encuentran y se diferencian, donde la otredad se opone a la mismidad y la singularidad no es lo opuesto a la pluralidad —según Harendt es más bien su condición— sino a la identidad —algo que los matemáticos parecen entender. Al inicio de El laberinto de la soledad, Paz habla de “la singularidad de ser —pura sensación en el niño— [que] se transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante,” para unas líneas más adelante decir que “despertar a la historia significa adquirir consciencia de nuestra singularidad lo que, pienso, supone la confianza y, al mismo tiempo, la añoranza de una comunidad posible en la que la singularidad se unifica como pluralidad. Singularidad y comunión: “el hombre es nostalgia y búsqueda de comunión,” escribe Paz en el apéndice al Laberinto de la soledad. Singularidad en y de la comunidad.

La comunidad, pues, como origen (perdido) y destino (posible/imposible) de la sociedad es un acto poético, antes que político: “las masas modernas son aglomeraciones de solitarios” —escribe en El laberinto de la soledad. El hilo de Ariadna que promete llevarnos fuera del laberinto de la sociedad es la fiesta, que “es una revuelta”: “un regreso a un estado remoto e indiferenciado, prenatal o presocial,” o la Revolución: “un movimiento tendiente a reconquistar nuestro pasado, asimilarlo y hacerlo vivo en el presente” : “una revuelta y una comunión.”

 

3

En el siglo XIX, Fustel de Coulanges escribió en La ciudad antigua que los romanos distinguían entre ciudad, civitas, y urbe, urbs. La primera era “una asociación religiosa”: el acuerdo de la comunidad que precedía al hecho físico de instalarse en el espacio: la urbe. Si la ciudad se funda, la urbe se establece. Para el filósofo Massimo Cacciari hay también una diferencia entre la civitas romana y la polis griega. Si bien la segunda es el origen de la política y de la democracia, su raíz, según Cacciari, está en un pueblo: una gente (o gens), una comunidad que se reconoce como tal —la democracia griega no era una sociedad abierta. La ciudad romana, dice Cacciari, no la funda un pueblo existente sino exiliados, aquellos que ya no tienen pueblo. La ciudad —y eso desde Caín— es una congregación de nómadas que se han quedado sin hermanos: cercenados del nosotros. El lugar común de quienes no tienen nada en común o el lugar donde la comunidad es precaria, inestable. Aunque habría que decir, mejor, las comunidades: *cities write always in *plural.

En un texto escrito en 1962, México: ciudad del fuego y del agua, Paz habla de la ciudad de México como si esa ciudad fuera México, como si México fuera un mundo, como si México fuera el mundo y la ciudad, la visión del mundo: “la configuración de la ciudad no obedece tanto a un plan arquitectónico como a una manera particular de ver, sentir y pensar la vida: es la encarnación, tangible y material, de una visión del mundo. Antes de ser piedra, cemento o ladrillo, las ciudades son una imagen.” Imagen del mundo: cosmovisión.

Que la ciudad es una imagen lo escribe el poeta que dice que “la imagen se explica a sí misma: nada, excepto ella, puede decir lo que quiere decir,” y que piensa que “la imagen no es medio; sustentada en sí misma, ella es su sentido.” Podríamos decir que son imágenes distintas, contradictorias, acaso complementarias: la imagen de la comunidad perdida/añorada/buscada de la poesía, la poética de la ciudad, y la imagen de la ciudad como muchedumbre, como multitud de solitarios —o usando la imagen que propone Peter Sloterdijk, como una espuma, una colección de burbujas aisladas que se tocan y comparten sus límites sin poder romper ese aislamiento (romperlo es, literalmente, el desastre para la espuma). Si, de nuevo según Paz, “toda imagen acerca o acopla realidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí” y “somete a unidad la pluralidad de lo real”, la imagen poética y la imagen política de la ciudad parecen irreconciliables. Acaso de ahí la constante degradación de lo político en la política, de lo público en el Estado y del Estado en el gobierno: el estado abstracto y sus policías concretos, escribe Paz en Hablo de la ciudad. Contradicción irreconciliable donde la poética busca complementarse en la política: no sólo la otra voz sino también las voces de los otros, en plural:

la ciudad con la que hablo cuando no hablo con nadie y que ahora me dicta estas palabras insomnes.

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