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La arquitectura invisible de Andrei Tarkovski

La arquitectura invisible de Andrei Tarkovski

15 noviembre, 2013
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo

Los muros de un edificio, más que definir la materialidad del mismo, resaltan el espacio abriéndose entre ellos. En otros términos, es el vacío entre la materia de construcción el que determina las dimensiones reales de la arquitectura. Dicho vacío se construye de polvo y de luz, de fragancias y sonidos, de corrientes de viento que envuelven a quienes habitan o transitan las edificaciones. Lo mismo sucede con una película: no es exclusivamente lo que miramos aquello que nos da la percepción final de la narrativa, sino lo que en verdad define nuestra percepción final de un film es todo aquello que ni se dice ni se ve. Pocos, si acaso existe alguien, han logrado materializar tales vacíos como lo hizo Andrei Arsényvich Tarkovski.

Tarkovski alcanzó, en las siete películas posteriores a sus trabajos estudiantiles, transmitir lo invisible a partir de lo que podríamos nombrar como una arquitectura de la memoria. Desde La infancia de Iván, vemos ya una superioridad técnica en la construcción del recuerdo a partir de la combinación del lenguaje cinematográfico (que involucra el diseño de personajes y escenarios, el guión y los encuadres y movimientos de cámara) con un diseño sonoro y musical poderoso hasta en el más íntimo detalle.

En títulos como Solaris, Nostalgia o El Espejo, lo invisible se torna casi palpable. En Tarkovski, a diferencia de los protagonistas de nuestro último artículo,  la gravedad cero se confirma como una consecuencia emocional, como el resultado de una sensación que no exige una justificación física para la suspensión de los cuerpos. Lo anterior es visible inclusive en Andrei Rublev, donde los desplazamientos aéreos a modo de visiones omnipresentes se adscriben al desprendimiento aquí evocado.

Stalker es particularmente interesante en esta arquitectura de lo invisible. La Zona, territorio prohibido, se alza entre lo espectral y lo maravilloso como un monumento al deseo y la melancolía. Un vendaval que revuelve la hierba del territorio donde gobierna una fuerza incorpórea, la reverberación del agua bajo tierra, las sombras inquietas de los rescoldos de máquinas diseñadas para la destrucción.

Para muchos, el cine de Tarkovski es impenetrable. Más que una característica propia de sus películas, se debe a los contextos de consumo del espectador (los cortes voraces de las industrias del cine y la televisión norteamericanas o el melodrama embrutecedor de los cuentos latinoamericanos, por poner un par de ejemplos). El tiempo ruso es irreconciliable con el tiempo norteamericano u occidental, para ese caso.

En las conclusiones de Esculpir el tiempo (su libro sobre teoría fílmica), Tarkovski exhorta a la reflexión sobre cómo la sociedad moderna ha orillado a las comunidades humanas al odio y aniquilación mutua, desplazando la cooperación por una competencia basada en la obscenidad propia de la belleza de silicona y de los estereotipos de la farsa capitalista. Curiosamente, estos dos son modos de lo invisible, arquitecturas pobres en las que el hombre medio encuentra confort.

Pero, ¿no es la misión del arte, como bien dice Tarkovski en el mismo capítulo, alzarse sobre estos esquemas? Las películas de Tarkovski nos recuerdan precisamente que los ideales de un arte honesto son el camino más directo a la libertad. La libertad plena, la que involucra la afirmación de nuestra responsabilidad, no la otra, que confunde los valores de lo visible con esquemas invisibles. Para ser libres, nos sugiere Tarkovski, hay que estar dispuestos a honrar los caminos de lo invisible. Tener el coraje de tomar, como sugiere su última película, un Sacrificio.

 

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