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El problema de los objetos mestizos

El problema de los objetos mestizos

29 noviembre, 2019
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

Dice Olivier Debroise que “en el siglo XX el ‘problema indígena’ fue eliminado del discurso y de la ideología oficial mexicana, y enterrado por décadas bajo una construcción mítica desarrollada en los años veinte para unir, mediante una reducción retórica, fragmentos étnicos dispersos.” Para Debroise, esto fue posible gracias a un discurso político que implementó la idea de mestizaje como uno de los instrumentos más eficaces del periodo moderno del país; uno que ayudó a validar en lo simbólico “un sustrato indígena destruido”: “La idea de una cultura mestiza fue ampliamente aceptada como discurso oficial debido a que era sencilla e incluso poética, y llenaba la necesidad de definir lo que es ‘nacional’ en un país construido sobre ruinas y dotado de una geografía caótica. Pero su misma sencillez borró matices culturales e históricos más profundos… y otras amenazas.” 

Se podría dar por sentado que existe un consenso crítico respecto a los efectos que tuvo el indigenismo sobre la modernidad mexicana. Las reflexiones han sido numerosas y enriquecedoras, y si no llegan a cuestionarlo directamente, casi ninguna deja de mencionar que la presencia indígena fue instrumentalizada por el nacionalismo posrevolucionario, lo que provocó que las más de las veces dicha presencia fuera un ornamento para los distintos objetos que se produjeron durante aquel periodo, tanto desde instituciones públicas como en prácticas artísticas y de diseño. En el ensayo del que se desprenden las ideas anteriormente citadas, titulado “El arte de mostrar arte mexicano”, Debroise incluso aventura que el llamado arte popular fue una categoría que definió a México ante el extranjero, ya sea mediante algunas exposiciones organizadas por funcionarios de Estados Unidos, o con las pinturas de alcatraces de Diego Rivera, cuyo fin era el de ser una mercancía para turistas. 

Pero, ¿qué nos permite predisponernos a este imaginado consenso? Al menos en lo que respecta al trabajo curatorial contemporáneo, casi siempre se menciona a Debroise como un ejemplo a seguir. Pero dos eventos expositivos pueden ser un punto de partida para problematizar lo que ya se había problematizado, que es la utilización de lo popular y de lo indígena —que muchas veces, ay, son vistos como lo mismo— como una vía de legitimación para otros sustratos que no necesariamente se articulan directamente desde esas esferas artísticas y socioeconómicas. Primero, vale la pena volver a comentar brevemente la reciente edición del Abierto Mexicano de Diseño. Curado por Mario Ballesteros, el AMD de 2019 tomó a lo popular como un enfoque para sus exposiciones principales y, por supuesto, la indignación politizada no fue ajena a lo que se propuso.  Desde cierta posición se planteaba que se estaba capturando de manera oportunista a lo vernáculo, pero con todo lo loable que alberga esta línea de pensamiento, no se pueden acallar las dudas que genera: los antagonistas a la declaración curatorial de Ballesteros seguían hablando de la “verdadera esencia” de lo popular, suponiendo que unos sí la entienden mientras que otros sólo buscan pervertirla para su propia agenda curatorial. ¿Por qué pareciera que, para hablar de aquellas expresiones no canónicas de las disciplinas creativas, el argumento de lo orgánico y de lo esencial es ineludible? Las zonas grises se amplían cuando se revisan algunas de las piezas exhibidas en las distintas sedes que ocupó el AMD: el vestido “de Forky” hecho por Rodrigo de Noriega para el Pabellón de Moda, o el puesto ambulante concebido por Asco Media para el Pabellón Digital, nos hablan de una mirada paródica no hacia la estética popular, sino hacia las mismas disciplinas que pretendidamente la capturan, como lo es el diseño. 

Posteriormente a las actividades del AMD, la exposición Félix Tissot. Lo eterno y lo moderno, inaugurada el 13 de noviembre en el Museo Franz Mayer, rescata las piezas hechas por los artesanos de Taxco, Guerrero, en colaboración con el ceramista francés. Ana Elena Mallet, curadora de la muestra, propone que el principal interés de las piezas recae en la hibridación técnica dada entre la mano de obra indígena y el instrumental para la cocción de cerámica en altas temperaturas. La dicotomía, enunciada desde el título mismo de la exposición y desarrollada a lo largo de su tesis, no revisa los matices culturales e históricos que ya señalaba Debroise con respecto a las tensiones entre lo indígena y lo nacional —como si lo primero, por tratarse de algo previo a la construcción del país, fuera de hecho ese horizonte poético que salva cualquier discusión “polarizada”. Todo lo contrario: busca justificarlas mediante una narrativa casi que ingenua. Tissot simplemente “se dio cuenta” de la experticia de los nahuas para la ilustración y “civilizó” su manufactura dirigiéndola hacia la producción en serie. Que Tissot haya generado o no condiciones justas de trabajo para sus artesanos amerita otra clase de análisis. Mientras tanto, los objetos producidos por su firma han sido despolitizados dentro de un espacio que tendría que formar condiciones discursivas un tanto más críticas, como lo es el museo. ¿La política que pudieran contener las cerámicas firmadas por Tissot puede ser trascendida al considerarlas como mercancías que permitieron la apertura de nuevos mercados en Taxco? ¿La posibilidad de esos mercados se encuentra completamente deslindada de lo que fue, de hecho, la política moderna, una que utilizó el mito indígena para reafirmar un nacionalismo que utilizó, entre otras cosas, al arte como medio de representación institucional? 

Algo de razón tiene el planteamiento de Ana Elena Mallet: la polarización es poco fructífera. La suspicacia de algunos espectadores del AMD lo demuestra, ya que ellos tampoco pudieron dar con la realidad de lo indígena, de lo vernáculo o de lo popular. Artistas y críticos, curadores y diseñadores que abordan el problema de lo indígena o lo popular se encuentran atravesados por una serie de circunstancias que tendrían que ser apreciadas en toda su complejidad, más allá de la letra escarlata que parecen representar sus propios privilegios. Sin embargo, quizá nos enfrentamos con una oportunidad única para, tal vez, mirar lo que de hecho sí están produciendo las comunidades a las que identificamos, con nuestra mirada inevitablemente externa —y a veces intrusa— como populares o indígenas. 

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