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El Ibirapuera

El Ibirapuera

27 agosto, 2014
por Pablo Lazo

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El parque más famoso de Sao Paulo cumple 60 años. Este gran oasis de la capital paulista, por donde pasan 220 mil almas por semana, fue creado en 1954 para celebrar los 400 años de la fundación de la ciudad. Como casi todos los grandes parques diseñados y construidos en el último siglo, se proyectó para recibir –en este caso– a una expo, que no era global en aquellos días, sino muy brasileña.

También, como en muchos proyectos de escala urbana,  la obra tuvo un retraso –de casi seis meses y varios edificios inacabados y el sistema de lagos artificiales tardo casi dos años en ser terminado. Aun así, después de cinco años, los efectos positivos de haber creado este pulmón de 20 hectáreas en la zona centro-sur de la ciudad ya se dejaban notar. Por un lado, los terrenos aledaños habían aumentado su valor  casi diez veces, según me cuenta un agente inmobiliario local y, por otro, el parque comenzó a ser considerado como el gran epicentro  para actividades recreativas dentro de la ciudad.

Durante la fiesta conmemorativa la semana pasada, el secretario de planeación y urbanismo declaraba que aquellos que vieron nacer al parque son ahora cronistas urbanos de un paradigma que ha transformado muchas ciudades en el mundo. Cuando le pregunte a que se refería me comentó: “piensa en una persona que testifica que un parque cambió no sólo la fisonomía de su ciudad sino su calidad de vida”. Entonces cabría preguntarse lo siguiente: ¿se deben crear este tipo de pulmones para mantener la calidad de vida de nuestras ciudades?, ¿deben ser estos espacios detonadores de regeneración urbana?, ¿quién debe financiar esto?, ¿el sector público –con los impuestos de la gente– o el sector privado en base a concesiones establecidas e integrando otros usos recreativos?  

Si algo nos dicen estos primeros 60 años del Ibirapuera es que el sector privado está convencido del beneficio económico que posee tener parques cerca de donde la gente vive, pero difícilmente son proyectos viables sin el apoyo total del sector público –sobre todo en el tema de la tierra disponible en áreas densamente pobladas.

Este parque paulista también demuestra que, dentro de la imagen de metrópoli contemporánea, es el único tipo de espacio donde todo es permisible y el verde lo disfraza para que la gente sea, por momentos, espectador de la urbanidad en la que vive. También ofrece una radiografía de por qué estos espacios deben ser pensados como multifuncionales, a la escala de la ciudad misma, aunque esto presente contradicciones.

Ya hace algunos años, Arnold Reijndorp indicaba que, si había alguna definición de lo que un parque es que –si podemos aceptar que un espacio puede tener una identidad y razón de existir a priori– surge a partir de los actos  y acciones que se podrán dan ahí –a diferencia de los edificios en donde la identidad está estrechamente vinculada con el programa de ocupación. Aunque el pasado de lo que alguna vez sucedió en el espacio ocupado por el parque puede definir pautas para su diseño, serán los actos que se realicen ahí, de manera cotidiana, los que marcaran su identidad para las futuras generaciones. Resalto esto porque un parque lleva tiempo para ser pensado, construido y, sobre todo, incorporado por la gente en sus actividades diarias.

Así, el Ibira, fue pensado para tener actos –muchos y distintos. El proyecto fue fruto de una democracia muy joven, ilusoria y visionaria, que busco crear un gran espacio para dar cabida a todo lo que expresa la cultura Paulista. De tal forma, se cuidó que el programa cultural fuera diverso y multicultural, entre otros aspectos; cuenta con grandes edificios de Oscar Niemeyer o Reynaldo Dierberger, que forman un conjunto de museos y pabellones equiparables a otras ciudades en el mundo. Pero, en mi opinión, es la cobertura de concreto plana de más de diez mil metros cuadrados, que conecta el Museo de Arte Moderno con el Museo Afro-brasileño, la que muestra lo que el parque es para la gente de Sao Paulo –aunque, paradójicamente, sea un espacio cubierto.

Actualmente, el parque cuenta, además de las áreas verdes, con un vivero y jardín botánico, edificaciones culturales, sistemas de lagunas y canales que colectan agua de lluvia –y la tratan dentro del parque– y una gran explanada para conciertos –reminiscente del Strawberry Field en Central Park. El subsuelo es atravesado por la avenida Ayrton Senna –un túnel de 1500 metros de longitud diariamente saturado de tráfico. El gran pulmón  de la ciudad, incluye un fuerte componente de movilidad urbana (vehicular). Otra paradoja.

La estrategia de marketing original invitaba a los ciudadanos al “Distrito Ibirapuera”, donde el parque era el gran incentivo para quien quisiera salir del centro de la ciudad. Su planeación y construcción no estuvieron exentos de conflictos públicos, litigios y manifestaciones y hasta remociones de un par de comunidades existentes en el área. Sin embargo, seis décadas después, el parque es, por antonomasia, el espacio emblemático de la urbanidad paulistana.

Utilizo el adjetivo porque creo que vivimos una época que será marcada más por los espacios abiertos que se propongan dentro de las ciudades que por los edificios, y porque, probablemente, serán los grandes parques los que mantengan el fino equilibrio entre calidad de vida y crecimiento económico en las grandes urbes.

El ya muy comentado parque High Line, en Nueva York, es la última prueba de lo que, en Brasil, se demostró hace sesenta años, pero que tanto las autoridades como a los promotores inmobiliarios les cuesta tanto aceptar.

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