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Cuerpos sin espacios

Cuerpos sin espacios

16 abril, 2020
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

¿Cómo se establecen las relaciones entre arquitectura y cultura? ¿La arquitectura diseña a priori cómo y quiénes pueden ocupar los espacios? Es posible que puedan observarse algunas tensiones en lo que involucra a la biología humana como un factor que presenta nuevos retos para el diseño, o bien, que demuestra cómo algunas funcionalidades están más mediadas por la política que por su eficiencia operativa, específicamente en lo que respecta al baño. En su artículo “La historia sexista y glamurosa del cuarto de descanso en el baño de las mujeres”, Elizabeth Yuko retoma el caso de las amenidades que fueron instaladas en los baños femeninos de la clase media anglosajona. En la época victoriana se construyeron las ideas sobre la discreción, la decencia y la salud burguesas, aspectos que permitieron establecer las dicotomías entre lo masculino y lo femenino, las cuales fueron instauradas a través de diversos dispositivos culturales como la ciencia, la ley y, como señala Yuko, la higiene sanitaria. Dichas dicotomías establecían lugares jerárquicos. La decoración de los baños victorianos hablaba más del sitio que ocupaban las mujeres que de las necesidades reales de sus usuarias. Yuko señala que la abundancia de sillones al interior del baño (algo que creaba espacios más semejantes a vestíbulos de hotel) se debía a que las mujeres, para la perspectiva decimonónica, eran más débiles, por lo que necesitaban reposar constantemente en sus esfuerzos por trasladarse al baño para hacer lo suyo.

1967: la arquitecta Denise Scott Brown publicó el artículo “Planeando el tocador”. Ahí, Brown ensayaba dos ideas: los arquitectos deben prestar servicios a poblaciones cuyas necesidades no son experimentadas de primera mano por ellos, y esto mismo es una prueba de por qué los baños para mujeres no son funcionales para quienes los utilizan. “[…] hay áreas en la naturaleza de nuestra sociedad donde la experiencia personal es imposible para el arquitecto del género masculino, y la retroalimentación del público poco probable. Un área de este tipo es el tocador femenino. Desde hace tiempo que tengo este problema en mente. Como he usado estos servicios en edificios de oficinas, cines, escuelas y autocinemas en todo el país, me he convencido de que la falta de experiencia personal y participación del arquitecto en lo que está planeando constituye un problema real –más aún ya que imagino que no es consciente de ello.” Dónde poner el sombrero, el bolso y el paraguas; cómo lavarse las manos sin terminar empapada; y cómo ubicar el baño sin tener que recorrer todo un edificio son algunas de las problemáticas que, con un peculiar sentido del humor, Brown desmenuza para señalar la distancia entre arquitectos mayoritariamente masculinos y mujeres que también tienen necesidades fisiológicas como ellos, aunque no bajo las mismas condiciones. Si en el siglo XIX el baño abundaba en decoración, para el siglo XX de Brown el arquitecto piensa que los cuerpos que habitan el baño del sexo contrario funcionan de la misma manera que los propios. 

Yuko y Brown están hablando de equipamientos que podían (o no), ya sea desde la condescendencia de los sillones o del pragmatismo moderno, hacer más fácil la experiencia higiénica de las mujeres que acuden a baños de uso común. Pero entonces, ¿las soluciones se concentran en los objetos que pueden equipar un baño? ¿Es así de inmediato el nexo entre arquitectura, sexo y género? ¿La arquitectura es el primer paso para definir la identidad sexual de sus ocupantes? Surgen más complicaciones si pensamos que los cuerpos no se dividen únicamente en las dos categorías culturales de lo masculino y lo femenino. Este binarismo ha intentado ser trascendido por el diseño, campo donde ha surgido la discusión de cómo es que las identidades transgénero y transexual –personas que no viven de manera simétrica su identidad de género con aquella que les fue asignada al nacer según su genitalidad– pueden ser incluidas en las maneras de proyectar espacios, aunque no se deja de dar por sentado que los diversos objetos que se utilizan en la vida cotidiana pueden resolver el tránsito de los cuerpos trans por módulos como son los baños, sitio cuya operación cultural no aplica de la misma manera que a la población que habita plenamente algún polo del binomio mujer/hombre. En lo que respecta al diseño, las aplicaciones que toman en cuenta lo trans centran su ejercicio en dispositivos arquitectónicos, tecnológicos y de diseño de modas. Como demuestran los artículos “La identidad fluida de género dirige una revolución en el diseño”. de Alice Rawsthorn, y “¿Puede el diseño no tener identidad de género?”, de Madeleine Morley, las disciplinas buscan subvertir los estereotipos del “azul para los niños, rosa para las niñas” colocando paletas más neutras en vestidores o en juguetería para infantes –una de las producciones que con mayor contundencia define las fronteras entre lo masculino y lo femenino. En esta rama, el diseño ha revisado a personajes del mainstream, como Patti Smith y David Bowie, cuya androginia abre caminos hacia otras formas de vestir. El proyecto Agender de Faye Toogood, por ejemplo, experimenta con el escaparatismo teniendo como objetivo no definir el género de la ropa que se muestra en la vidriera. 

“La arquitectura es literalmente como la ropa, pero cubre el cuerpo no privado sino el público”, dice Mark Wigley en White Walls, Designer Dresses. Los baños han sido un territorio de tensiones sobre el género, pero mientras la población de hombres y mujeres cisgénero –personas que su identidad de género se identifica con el sexo que les asignaron al nacer– pueden solicitar adaptaciones para resolver algunas de sus necesidades sociales contemporáneas, el cuerpo trans tiene otros obstáculos que no necesariamente se resuelven con diseño. Un restaurante o un cine puede instalar repisas para cambiar pañales en los baños de los hombres, e incluso eso les ayudaría a mejorar sus imágenes corporativas. Pero, ¿qué ocurriría si en ambos establecimientos se comenzaran a poner expendedoras de tampones en los baños de los hombres, y urinales en los baños de las mujeres? Las mujeres y hombres trans existen, y el equipamiento higiénico que requieren suena a algo demasiado mundano. Pero la arquitectura que podría arropar al cuerpo trans es sustituida por la violencia, y esto no sucede necesariamente por discriminación del arquitecto. 

Lucas Cassidy, en un artículo titulado “Hacia una teoría de la arquitectura transgénero”, señala que las metáforas espaciales con las que se describe el cuerpo por lo general comunican un sentido de propiedad. “Mi cuerpo es mi casa” es un ejemplo paradigmático en el texto de Cassidy, en tanto que todos los significantes que alberga la casa tienen que ver con la propiedad privada y con un lugar habitado por el imperativo biológico compuesto por hombres, mujeres y niños: por la institución familiar. El cuerpo trans se encuentra en constante construcción, ya que su primera “casa”, de hecho, no le pertenece, por lo que no es posible proyectar bajo el mismo binomio que, en su momento, impuso el espíritu débil a las mujeres del XIX victoriano o anuló a las mujeres del supuestamente liberal siglo XX. No se puede continuar afirmando de manera espacial las jerarquías entre la mujer y el hombre, entre lo enfermo y lo sano, entre un cuerpo clínica y socialmente reconocible y uno patologizado. Sin embargo, el cuerpo trans se convierte en un pretexto para que grupos de ultraderecha y algunos colectivos feministas vuelvan a afirmar la agencia de sólo dos tipos de cuerpo y, por ende, de dos formas únicas de experimentar el mundo. Probablemente, de dos clases de arquitectura: una con sillones en el baño de las mujeres, y otra sin sillones para el baño de los hombres. El argumento es que una mujer trans no puede ingresar al baño de las mujeres porque son intrusas que se apropian de los lugares que originalmente pertenecen a las mujeres cisgénero. Las mujeres trans son abusadores en potencia, dicen. Por su lado, los hombres trans que menstrúan son existencias impensables en un lugar habitado por quienes llegan a rehuir una conversación con sus esposas o hijas sobre la menstruación. 

Esta línea de pensamiento marca distinciones ya no entre quiénes sí pueden acceder a equipamientos higiénicos y quiénes no, sino que busca definir qué cuerpos son biológicamente comprobables y cuáles no lo son según el orden de la “naturaleza”. Y según esto, se intenta concluir quiénes sí pueden ir al baño y en qué lugar les corresponde según sus genitales. Pero detrás de las pruebas supuestamente basadas en la biología se esconde una agenda política completamente opresiva. Tal vez, para pensar en los baños y en cómo la ciudadanía trans puede ocuparlos, debamos partir de otros marcos como la justicia y los derechos, y no sólo del diseño.

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