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Ciudad y temblor

Ciudad y temblor

19 septiembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Jueves 19 de septiembre de 1985, 7:19 de la mañana. Tembló. Aquí no les llamábamos terremotos, menos sismos —eso sólo en los noticieros o en los periódicos. Aunque en el de aquél día, Lourdes Guerrero dijo temblor: “Les doy la hora: siete de la mañana… ¡ah chihuahuas! Siete de la mañana, diecinueve minutos, cuarenta y dos segundos tiempo del Centro de México. Sigue temblando un poquito pero vamos a tomarlo con gran tranquilidad…” Pocos segundos después desapareció la señal.

En México temblaba. Mucho, fuerte, pero temblaba. Tembló el día que Madero entró a la ciudad de México, 7 de junio de 1911. Tembló el 28 de julio de 1957 y El Ángel terminó a los pies de su columna, Victoria rota a la que de nada sirvieron sus alas. Pasadas las cinco de la mañana tembló el 14 de marzo de 1979 y se cayó la Ibero, que estaba en la Campestre Churubusco. De ese temblor también podemos decir que tuvo efectos devastadores para la ciudad: en 1982 la Ibero empezó a construir su nueva sede en terrenos que el Gobierno del Distrito Federal le donó arriba del pueblo de Santa Fe y empezó lo que podríamos calificar como uno de los peores ejemplos de mala planeación urbana en esta ciudad, que los colecciona.

Pero el 85 fue diferente. El temblor se transformó, de pronto, en terremoto. Los muertos, heridos y afectados, los edificios dañados, no se contaban por decenas, como en los peores casos anteriores, sino por miles. Y eso según cifras oficiales en las que nunca nadie terminó de creer. Porque junto con la destrucción y la muerte ese temblor también sacudió al sistema político mexicano. El sistema no se cayó ese día, venía tambaléandose desde antes, con las protestas y la represión en el 68 y luego en el 71, con las crisis económicas que desde los setenta son como la montaña rusa: hay ligeras subidas pero sabemos que el viaje sólo sigue de bajada.

“Estamos preparados” declaró el Presidente y mintió. Estábamos tan acostumbrados a las mentiras de los políticos como a los temblores. Pero ese día fue distinto. Había muertos, desaparecidos, edificios hechos pedazos entre nubes de polvo. Y la gente salió a la calle. Primero a hacer lo que cada uno pudiera, pero era poco. Así que se organizaron, formaron grupos y brigadas de ayuda. Los ciudadanos se hicieron masivamente cargo de las tareas de rescate. Tomaron la ciudad en sus manos. Algunas fotografías muestran a ciudadanos trabajando entre los escombros, con la cara cubierta por pañuelos para no tragarse el polvo, mientras las fuerzas del orden vigilaban como estatuas de sal en espera de una orden para hacer algo más. Una orden que tardaba mucho en llegar.

Después del rescate vinieron también protestas y nuevas formas de organización social. Reclamaban que la reconstrucción fuera rápida y bien planeada y que no se expulsara a los afectados de los lugares donde antes estaban sus casas. El temblor sacudió también la manera de relacionarnos con quienes nos gobiernan. Se puede suponer que algo tuvo que ver el 85 con la otra caída del sistema: el dudoso triunfo de Salinas de Gortari en las elecciones del 88. Y después en el triunfo de Cárdenas, su contendiente, la primera vez que los ciudadanos de la ciudad de México pudieron votar quién los gobernaría.

Treinta años después, más que preguntarnos qué tanto cambió el 85 debemos preguntarnos cuánto duró ese cambio. Como agua que se enturbia tras una sacudida, al final todo se asienta. La transición a la democracia del 2000 parece que no fue ni tan trascendente ni tan democrática como pensábamos. El viejo sistema es como un trompo que perdió su eje pero sigue girando, con torpeza, quién sabe por cuánto más. A la ciudad de México la gobierna desde el 97 una izquierda que luego se volvió ambidiestra y luego manca —aunque el muñón derecho golpea hoy con más fuerza. Y la ciudad fue poco a poco perdiéndose, como en el cuento de Cortazar, La casa tomada, porque no le dimos importancia a los espacios que fuimos cediendo hasta quedarnos afuera. Para el siguiente temblor, confiaremos en que la alerta sísmica nos advertirá oportunamente y en que las nuevas reglas de construcción cumplieron protegiéndonos. Y volveremos a decir que aquí, cuando tiembla, no pasa nada.

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