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Catástrofe y urbanismo

Catástrofe y urbanismo

1 noviembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Faltando veinte minutos para las diez de la mañana, el primero de noviembre de 1755, día de Todos los Santos, un fuerte temblor sacudió Lisboa, que entonces era, tras Londres, París y Nápoles, la cuarta ciudad más rica e importante de Europa. La fuerza del terremoto fue tal que se sintió en las costas de Marruecos y de Francia y algún testigo contó ver moverse las torres de la Catedral de Sevilla. Al terremoto siguieron grandes incendios y un maremoto, Lisboa quedó casi por completo destruida. El desastre fue tal que pronto se conoció por toda Europa. A Voltaire (1694-1778) le sirvió para criticar la idea, heredada de Lebniz (1646-1716), de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. A finales de 1755 Voltaire publicó de manera anónima un Poema sobre el desastre de Lisboa o examen de este axioma: Todo está bien. Empieza así:

¡Oh infelices mortales! ¡Oh tierra deplorable!
¡Oh espantoso conjunto de todos los mortales!
¡De inútiles dolores la eterna conversación!
Filósofos engañados que gritan: “todo está bien”
Vengan y contemplen estas ruinas espantosas.

El 18 de agosto de 1756, Rousseau (1712-1778) le responde a Voltaire, reforzando en principio su admiración, para quejarse por el poema sobre el desastre de Lisboa: “le hubiera gustado —¿a quién no le hubiera gustado?— que tal desastre ocurriera a la mitad de un desierto en vez de en Lisboa. ¿Podemos dudar que también ocurren en los desiertos? Pero nadie habla de eso porque no tienen efectos malignos en los caballeros de las ciudades (los únicos de los que cualquiera se preocupa).” A Rousseau afirmar que el daño no habría sido tan grande si tantos hombres y mujeres no hubiesen vivido juntos en una misma ciudad le sirve de paso para apoyar su idea de una vuelta a la naturaleza.

Kant (1724-1804) se dedicó a estudiar toda la evidencia que pudo recolectar sobre el fenómeno y a proponer una teoría sobre sus causas —cavernas subterráneas llenas de gases incandescentes. Por ese interés que despertó entre pensadores y científicos hay quienes lo califican como el primer desastre moderno. Incluso casi 180 años después, el terremoto de Lisboa seguía dando de qué hablar.

En octubre de 1931, Walter Benjamin preparó para la radio alemana un programa de la serie dedicada a los niños y cuyo tema eran las catástrofes naturales o, más bien, su impacto y consecuencias en la manera de pensar:

El terremoto que destruyó Lisboa el primero de noviembre de 1755, no fue un desastre como otros miles. En muchos aspectos fue notable, incluso único. En primer lugar fue uno de los mayores y más destructivos terremotos de la historia. Sin embargo, no es esa razón la que excitó y preocuó al mundo entero como pocos eventos de aquel siglo.

Para entender la dimensión, Benjamin dice que la destrucción de Lisboa equivaldría a la de Londres o Chicago en los años treinta del siglo pasado. Dice que la ciudad tenía entonces más de treinta mil casas y doscientos cincuenta mil habitantes —y que una cuarta parte murió a causa del terremoto. En aquél tiempo aun había quien se preguntaba si José I, rey de Portugal, y su pueblo se merecían aquel castigo. Por otro lado, los filósofos de la Ilustración intentaban darle sentido a la catástrofe sin recurrir a causas indemostrables. A Benjamin, por su parte, la reflexión sobre el terremoto de Lisboa y otros desastres le sirvieron para pensar el carácter destructivo —que “hace su trabajo evitando sólo el trabajo creativo: así como el creador busca la soledad, el destructor busca estar rodeado de gente que pueda atestiguar su eficacia.” Del carácter destructivo, Benjamin dice que es una señal que no tiene interés en ser entendida: actúa en la superficie —así Benjamin deriva de una suposición sismológica una idea epistemológica.

En el 2005, un año después del tsunami del 26 de diciembre del 2004, Jean-Pierre Dupuy publicó un libro titulado Pequeña metafísica de los tsunamis. A aquel desastre lo equipara a Auschwitz, a Hiroshima y Nagasaky y al terremoto de Lisboa del primero de noviembre de 1755 —la diferencia, por supuesto, es que el primero y el último fueron catástrofes naturales, imprevistas y acaso imprevisibles, mientras que las otras dos fueron resultado de una serie de planes y estrategias, perfectamente racionales, que los hacen acaso más difíciles de entender.

John R. Mullin explica que tras el terremoto, el rey José I le encargó a José de Carvalho e Mello, después Marqués de Pombal, la reconstrucción de Lisboa. Para empezar, Pombal decretó, tan pronto como el 30 de diciembre de 1775, una prohibición para construir en la ciudad hasta que no se hubiera completado un inventario de los daños. El decreto fue levantado por presión popular el 12 de febrero del año siguiente, pero Pombal logró otro en el que obligaba que todas las nuevas construcciones debieran ser aprobadas según nuevos lineamientos de seguridad. Para financiar la reconstrucción, además del oro y los diamantes provenientes de Brasil y de los fondos ofrecidos por otras naciones europeas, Pombal instituyó un impuesto del 4% sobre manufactura y comercio.  Además, organizó un grupo de arquitectos, bajo el mando del General Manuel da Maia, ingeniero militar de 83 años, para supervisar la reconstrucción. Maia propuso cuatro opciones para reconstruir la ciudad, cada una desarrollada por un grupo distinto de arquitectos: reconstruirla siguiendo la traza de la ciudad destruida; ampliar las calles pero sin aumentar el tamaño de los edificios; la tercera opción era partir desde cero, limpiando todos los restos de la ciudad destruida y, la cuarta, era cambiar la capital de lugar abandonando la ciudad vieja. Tras estudiar las alternativas, Pombal optó por la tercera: construir una nueva ciudad, desde cero, sobre el lugar de la antigua. Mullin dice que Lisboa, la nueva, terminó siendo una abstracción de lo que una ciudad bien planeada debería ser. Al final, probablemente el pragmatismo urbano aprendió tanto del desastre como la misma metafísica de la catástrofe.

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