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Metrópolis

Metrópolis

10 enero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

El 2 de octubre de 1924, Erich Mendelsohn se embarcó en el S.S.Deutschland, en Hamburgo, camino a Nueva York. De ese viaje resultaría su libro de fotografías America. En el barco también viajaban Fritz Lang y Erich Pommer, su productor, y la esposa de éste, Gertrud. Lang y Pommer iban al estreno de su película Los Nibelungos: Siegfried, que sería el 25 de agosto del año siguiente, y a establecer contactos en Hollywood. En su biografía de Lang, Patrick McGilligan dice que al llegar a Nueva York, Lang y Pommer tuvieron que pasar la noche en el barco hasta obtener permiso para bajar. “El primer vistazo que tuvo Lang de Nueva York fue desde la cubierta del barco.”

Lang nació en Viena el 5 de diciembre de 1890. Su padre era arquitecto y dirigía una compañía constructora. En la Universidad Técnica de Viena, Lang estudió ingeniería civil, pero en 1910 dejó su ciudad para viajar por Europa y Africa y, ya en 1913, establecerse en París, donde estudió pintura. Dirigió su primera película en 1918 y para cuando viajó a los Estados Unidos ya era uno de los más reconocidos directores del cine alemán. En Nueva York, Lang vio “una calle iluminada como de día con luces de neón.” De los edificios dijo que “parecían tener un velo vertical, brillante, casi sin peso, una tela lujosa colgada del cielo oscuro para deslumbrar, distraer e hipnotizar. De noche la ciudad no daba la impresión de estar viva; vivía como viven las ilusiones. Supe que debía hacer una película acerca de todas esas sensaciones.” De regreso a Alemania, Lang publicó un texto titulado Was ich in Amerika Sah, lo que vi en América:

¿Dónde esta la película sobre una de esas Babilonias de piedra que se llaman a sí mismas ciudades americanas? La vista de Neuyork por sí sola debería ser suficiente para hacer de ese ejemplo de belleza el centro de una película. Calles que son cañones llenos de luz, llenos de vueltas, giros, quiebres de luz que son testimonio de una vida feliz. Y sobre ellas, altas como el cielo sobre los autos y tranvías, aparecen torres azul y oro, blancas y púrpura, arrancadas por reflectores de la oscuridad de la noche.

McGilligan dice que, al día siguiente de desembarcar, caminando por las calles con Pommer, Lang  no dejaba de sorprenderse: la ciudad le parecía “un hervidero de fuerzas humanas ciegas, confundidas, empujándose unas a otras motivadas por la codicia.” Le dijo a Pommer que la mayoría de los humanos le parecían esclavos, sometidos a fuerzas superiores o sometiéndose unos a otros. Harían una película sobre eso y la llamarían Metrópolis. McGilligan también dice que la historia de la inspiración niuyorquina es, si no apócrifa, al menos una verdad a medias: un diario vienés publicó el 4 de julio de 1924 —es decir, antes de que Lang viajara a América—, que él y Thea von Harbou, su esposa y guionista, habían dedicado el verano a “terminar el libreto de su próxima película, Metrópolis.” Con todo, a Lang le gustaba repetir aquello del barco, la ciudad, sus luces y sus edificios. También se lo dijo a Siegfried Krakauer, quien en su libro De Caligari a Hitler, una historia sicológica del cine alemán, escribió que “la ciudad retratada en esa película es una especie de Supernuevayork:” 

La metrópolis del futuro en la pantalla consiste de una ciudad doble: una arriba y otra abajo. La primera —una calle grandiosa de rascacielos avivada por el flujo constante de taxis y autos aéreos— es la morada de los dueños de los grandes negocios, empleados de altos puestos y de una juventud dorada en busca de placer. En la ciudad de abajo, escondidos de la luz del día, los trabajadores se ocupan de monstruosas máquinas. Son esclavos más que empleados.

Kracauer encuentra ingenua la reconciliación de ambas clases tras la revuelta de los oprimidos al final de la película. Sin negar sus logros cinematográficos, también advierte cierta superficialidad en el desarrollo de la trama que se evidencia en la tendencia ornamental de Lang: los decorados “no sólo aparecen como un fin en sí mismos, sino que incluso contradicen la trama en ciertos puntos.” Era como si Lang hubiera filmado además de una ciudad doble una película doble: la que seguía el guión que había escrito con su mujer y la que traducía las imágenes de su viaje a Nueva York.

Metrópolis se estrenó el 10 de enero de 1927. En mayo del mismo año, Buñuel la describió como una “arrebatadora sinfonía de movimiento” y “una novísima poesía para nuestros ojos,” aunque también pensó que en la película de Lang la multitud no es un actor, como en el Acorazado Potemkin de Eisenstein, sino un elemento decorativo, “un ballet gigantesco que pretende más encantarnos con sus admirables y equilibradas evoluciones que darnos a entender su alma, su exacta obediencia a móviles más humanos, más objetivos.” En eso Buñuel se adelantó al mismo reclamo que hizo Kracauer veinte años después, al decir que Lang forma “patrones ornamentales con las masas” —quizá no muy distintos a los números musicales de las películas que por los mismos años dirigía Busby Berkeley. Acaso así Lang quisiera mostrar, junto con la aparentemente ingenua reconciliación tras la revuelta, el inevitable destino de la masa como ornamento en una ciudad que sigue siempre sus propias reglas.

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