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La obscena libertad de expresión

La obscena libertad de expresión

27 septiembre, 2016
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

Ciudades Paralelas es el inicio de una serie de entrevistas y reflexiones en torno a las formas marginalizadas de habitar la ciudad, formas que existen a pesar de los discursos unificadores que buscan volverla para una clase única de urbanita: la ciudad de las mujeres, la ciudad de los peatones, la ciudad de los niños, la ciudad de los que no tienen un techo y la ciudad de los afectos distintos serán algunos de los segmentos que buscamos abordar. 

 


 

Para mi familia. Con la que comparto apellidos y con la que no.

Amplia y dolorosa ciudad donde caben los perros,
la miseria y los homosexuales,
las prostitutas y la famosa melancolía de los poetas,
los rezos y las oraciones de los cristianos.

Efraín Huerta

Quién habla resulta una pregunta pertinente. El habla es una práctica que, aun cuando expresa movilidad, no es para nada arbitraria. Cada hablante proviene de un sintagma específico: un orden de palabras que construirá según circunstancias que bien pueden estar referidas al nivel educativo, al momento generacional, al dialecto. Sin acercarnos al clasismo, podemos decir que un estudiante universitario, probablemente, no enunciará de la misma manera que un trabajador del campo, y el trabajador del campo no denominará como un habitante de la frontera. Pero declarar que cada hablante es distinto no es apologizar sus propias diferencias, como si estas fueran inconsecuentes. Los hablantes no operan aisladamente, están enfrentados constantemente al encuentro y a la negociación con otras perspectivas. Quién habla y cómo se habla son puntos de apoyo que resultan por demás productivos para pensar discursividades sociales y políticas.

Hablar es un ejercicio consciente y que, por cumplir funciones, trae consigo consecuencias ineludibles. Pensemos en el espacio público y en los usos lingüísticos cotidianos que alberga. Para salir del metro, de no pedir permiso de una manera adecuada, recibirás una respuesta mucho más altisonante que la tuya, si no es que una buena golpiza. Si en la tienda de la esquina la señora que te atendió no te da el cambio completo, y en vez de indicárselo como el error que seguramente fue decides humillarla, lo más seguro es que no ganes tu batalla.

Ahora bien, podemos traducir estos hechos en apariencia nimios a una práctica discursiva mucho más general: el llamado debate público. Observemos, en particular, el habla conservadora mexicana, que durante este sexenio tan fatídico se volvió más consciente de su propia capacidad lingüística. ¿Qué mundo de gases etéreos y de iluminaciones abstractas habitarán ciertos columnistas de opinión, que consideran el cacareo de sus propios prejuicios de clase algo casi matemático, que no tendría que ser puesto a juicio de los lectores/hablantes ya que su enunciación ni siquiera funciona al nivel del habla? ¿Acaso los funcionarios de la política crecieron fuera de la esfera humana, que por ello piensan que si salen a la tribuna para menospreciar vidas que no son la suya les sorprende que exista un sistema en el que sus palabras, después de escuchadas, provoquen una respuesta?

Si ya sabemos que el habla es un hecho social con potencialidades públicas que funciona y sobrevive a través del diálogo, de los diversos binomios pregunta: respuesta, propuesta: contrapropuesta, ¿por qué diversos grupos de poder nacionales creen que construir discurso es algo inocente, algo que simplemente es su opinión y que, como tal, no tendría que ser cuestionado y atacado? La libertad de expresión adquiere matices obscenos. Los conservadores no buscan que sus enunciados desaten las relaciones y respuestas propias de lo público. El derecho a tener opiniones que esgrimen esconde una imposición sistemática.

Previamente a la marcha del Frente Nacional por la Familia de este sábado, Ricardo Quintana Vallejo en su artículo La mentira del opresor: el privilegio heterosexual y las marchas contra los derechos humanos (Septiembre 12, Nexos) respondió a la pregunta quién habla. El miedo del homófobo tolerante –el que se congratula de no discriminar– es que los homosexuales tengan una vida plena en espacios públicos. Así, dicen, que hagan lo que quieran en su casa pero que mis hijos no los vean porque los van a imitar.  Les aterra que la homosexualidad entre a sus casas porque para ellos la homosexualidad siempre se produce allá afuera, en familias degeneradas, muchas veces de madres divorciadas o solteras. El Frente Nacional por la Familia busca regresar a los homosexuales al espacio privado del miedo”. Vallejo agrega a esta enunciación que esta marcha se trata de un ejercicio de poder. “El homófobo tolerante piensa, entonces, que tiene la facultad de definir qué es la discriminación. Es desde ese lugar de privilegio que rechaza la narrativa de la experiencia del grupo marginal. No importa cuánto insistamos que las marchas nos lastiman o expliquemos que tienen el mismo efecto del odio violento. Nosotros enunciamos desde la marginalidad y nuestra voz no importa. El homófobo tolerante quiere pensar que nunca tomaría el rifle de asalto para disparar contra personas en un bar en Orlando o Veracruz, pero cada vez que marcha, que le explica a sus hijos que somos los malos, los asquerosos y los condenados, genera las condiciones en las que el odio es normal. La violencia contra los cuerpos es el resultado final de este odio. Las marchas son el rifle de los moderados y de los decentes que nos quieren con miedo, encerrados en nuestras casas, lejos de las escuelas, de los orfanatos y del registro civil”.

Quintana Vallejo, si bien entiende las intenciones del Frente Nacional por la Familia, deja de mirar cómo funcionan las manifestaciones, sobre todo las desarrolladas en la Ciudad de México. Una manifestación no funciona por sí misma en el espacio público. Es posible abordar una manifestación como un hecho lingüístico. Este encuentro se expresa a partir de vocalizaciones (las consignas), de pancartas (lenguaje escrito). Si la marcha es una suerte de habla, de nuevo podemos concluir que evidentemente encontrará en los otros su respuesta, ya sea de apoyo, de total indiferencia o de negación. A las consecuencias de esta vía para enunciarse, debemos agregar una lectura de la calle.

Lo que bien pudiera haber hecho el Frente Nacional por la Familia en la privacidad de sus iglesias, decidió trasladarlo al espacio público de la Ciudad de México, un territorio en constante tensión dialógica donde a unas cuadras de Puerta Alameda (proyecto habitacional que incrementó de manera veloz la plusvalía de las calles aledañas) se encuentra emplazado, en Artículo 123, un campamento de indigentes que, en su mayoría, no alcanzan la veintena de edad; donde el comercio informal hace su aparición ante los comensales de cualquier restaurante o cafetería que haya instalado sus mesas en el paso de la banqueta; donde las manifestaciones por Iguala han tenido como paisaje algunos de los edificios de los medios de comunicación, estructuras por demás simbólicas cuya respuesta supuestamente tendría que estar comprometida a los hechos urgentes, además de ser el blanco de los resentimientos automovilistas.

El FNF decidió manifestarse en una ciudad donde, muy a pesar de las políticas públicas que declaran gay friendly a la ciudad, sí existe la población homosexual, un sector que se las tiene que ver ocasionalmente con las bienes raíces, tan a favor de las formaciones naturales de la familia, un sector que igualmente sabe los peligros y las implicaciones políticas de la expresión afectiva en la calle, ya sea a través del cruising o de tomarle la mano a la pareja. El FNF tuvo este sábado su primer enfrentamiento público. Al utilizar la calle supo, de manera involuntaria y seguramente no asimilada, que el habla y el espacio no les pertenecen únicamente a ellos. Que no es solamente su opinión la que se accionó donde, por ejemplo, las mujeres volvieron pública su ira así como sus cuerpos. Del otro lado de las vallas del Ángel de la Independencia, estación final en el recorrido de la manifestación por la familia, se construyó la contrapropuesta: la bandera gay estaba ahí. Y los homosexuales también hablaron en un espacio que continúa siendo apropiado por ellas y ellos. El diálogo quedó inaugurado (el diálogo coexistió detrás de una valla y esa coexistencia, ¿acaso puso en conflicto la marcha?), aunque en su acepción menos liberal y pacifista. El diálogo no será esa zona gris y “relativa” en la que dos enunciados son libres de existir, pero que uno tendría que ser más respetado que el otro. Solo una de las partes está en defensa de sus derechos, y solo una de las partes logrará anular la obscenidad de la libertad de expresión conservadora.






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