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La [maldita] vecinocracia

La [maldita] vecinocracia

4 octubre, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Los vecinos. Los malditos vecinos. Cuando no hablan demasiado fuerte, azotan las puertas, se estacionan donde no deben o su perro ladra cada vez que vuelven a casa como si fuera la primera o la última vez que lo dejan solo. Aunque en alguna época los vecinos se conocían y se ayudaban entre sí y, también, hablaban mal unos de otros a sus espaldas, hoy consideramos buen vecino al que casi ni vemos ni conocemos. El mejor vecino es alguien con quien jamás nos cruzamos en los pasillos y cuya cara no asociamos con ningún nombre, ningún tono de voz, ninguna manera de ser. Ese vecino mudo e invisible que todos, parece, preferimos, es también el favorito de los encargados de tomar decisiones en el gobierno de la ciudad. Es el que tiene voto periódicamente—si es favorable, mejor— pero cuya voz no se escucha o se rechaza si es contraria a lo que se propone. El vecino pasea por el parque pero no decide qué habrá en el parque. Paga impuestos y, con mucho, podrá requerir que su utilización sea transparente —exigencia muchas veces ignorada— pero difícilmente determinar su destino. El vecino es un estorbo, pues, porque parece estar en contra de lo que nos convine… ¿a quiénes?

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Vecinocracia es un término empleado a veces —cada vez más— por algunos burócratas o tecnócratas del gobierno de la ciudad para referirse a ciertos grupos vecinales que ejercen presión en varias zonas y barrios. El sufijo cratos, indica gobierno, pero también fuerza o poder. Que los administradores públicos —empíricos, como la burocracia, o científicos, como los tecnócratas— califiquen a grupos de vecinos, con desdén, de ese modo, indica realmente que se trata de una lucha de poder. Quienes están acostumbrados a tomar las decisiones sin consultarlas demasiado, se enfrentan con quienes les recuerdan que el poder que detentan al tomarlas no es propiamente suyo, que la soberanía, para usar palabras mayores, reside en el pueblo, en los vecinos, pues, y que no es una facultad —y menos incuestionable— de administradores y gobernantes.

Son los vecinos finalmente o, más bien, en principio y finalmente, quienes deben tener ese poder de tomar decisiones y no sólo un día cada tres o seis años, en nuestro caso, eligiendo a quien será responsable en un cargo público según preferencias ideológicas, programas anunciados y promesas proferidas. Por supuesto el poder de decidir juntos no implica, como sugiere una broma, comités hasta para cambiar un foco. Implica, eso sí, que toda decisión en el ámbito de lo público cumpla con procedimientos de gestión y rendición de cuentas. La gestión y la rendición de cuentas resultan extremadamente simples para cambiar un foco; pero son complejas si se trata de construir un edificio donde antes había un parque o un nuevo conjunto de viviendas o comercios que pueden afectar considerablemente su entorno. Sobre todo la gestión y la rendición de cuentas resultan fundamentales cuando se trata de propuestas en las que hay algún tipo de conflicto de intereses, cuando alguien saldrá mayormente beneficiado —en especial si se trata de un inversionista privado actuando en el dominio público y no de la comunidad— o hay normas y reglamentos que se contradicen y se deben tomar decisiones discrecionales. Esas son las propuestas que muchas veces la vecinocracia cuestiona. Ellos, dirá el funcionario frunciendo el ceño, se oponen al cambio, al desarrollo económico y hasta a la cultura y a cualquier cosa que supuestamente aquellas propuestas materializan. Ellos, agregan convencidos el tecnócrata y su amigo el inversionista, sólo ven por sus propios intereses. Y sí, sin duda eso hacen o, más bien, hacemos los vecinos, pero sólo en parte.

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«Vecino, del latín vicinus, habitante de un vicus, aldea. Vicus procede de la raíz indoeuropea weik-, que se cree significa clan o sede de un clan.» En principio, pues, los vecinos no son los otros, los de al lado, sino nosotros: los de aquí. Un nosotros —el barrio como clan o como tribu– que excluye a los otros, al recién llegado que parece una amenaza sólo por ser diferente. Los vecinos ven por sus propios intereses, porque los tienen cerca y los entienden. Por eso mismo, en algunos aspectos conocen mejor sus condiciones particulares. Y sí, por eso también generalmente prefieren la costumbre de lo ya conocido sobre lo nuevo, sean personas, edificios, negocios o sistemas de transporte. Pero el poder de los vecinos, la vecinocracia, no se combate oponiéndole el poder simétrico del burócrata y del tecnócrata. Esos poderes debieran recomponerse en arreglos más complejos si bien más sutiles y muchas veces precarios, esto es, más políticos.

La raíz weik- también la comparte el término griego oikos: la casa o, más bien, las propiedades del señor de la casa. De oikos viene economía: lo propio y más: lo que puede ser objeto de apropiación. Por eso la economía, según explicó Hannah Arendt, no es sólo distinta sino contraria a la política, que lidia con lo común y con aquello que no puede ni debe apropiarse nadie en particular. En su combate al poder de los vecinos, el burócrata y el tecnócrata acostumbran defender sus planes presentando los beneficios que genera, muchas veces económicos, como hechos incontestables. Ni deliberan ni discuten y procuran no llevar la discusión al terreno político, que es el que corresponde. La discusión sobre el proyecto tal se ha politizado, dirá el jefe de gobierno; hay fuerzas políticas detrás de los vecinos que se oponen a esto o aquello, acusará el delegado, confiados de que sus decisiones, tomadas con más secreto que discreción, son las mejores.

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Construir propuestas y proyectos para la ciudad desde la plaza pública supone adoptar una posición distinta, tanto vecinos como gestores, funcionarios, inversionistas y demás actores. Implica asumir que, desde el ágora clásica, la participación se da en un espacio donde ningún saber y ningún poder prevalecen per se, sobre la deliberación y el diálogo. Construir propuestas y proyectos para la ciudad de ese modo es más complejo y lleva más tiempo: hay que lograr articular los intereses particulares de muchos, incluyendo vecinos y aquellos que sólo van de paso, de quienes ahí viven pero también de quienes ahí trabajan o van a descansar y divertirse. Es un asunto de comunicación, pero no sólo en el sentido de eso que dicen siempre  falla a los funcionarios: el proyecto fue mal comunicado, sino de encontrarle sentido y beneficio comunes a lo que se proponga hacer. Esos ejercicios generalmente rebasan los tiempos que entiende el funcionario o el inversionista, buscando recuperar lo antes posible su inversión, del tipo que sea.

 

Eso es lo que, me parece, se oculta —y ni tanto— detrás del término vecinocracia: no la crítica a un ejercicio acaso abusivo del poder, sino la molestia ante la crisis que supone la repartición del poder entre diversos actores. Cuando el burócrata o el tecnócrata en turno acusan, con resentimiento, la oposición de la vecinocracia, en el fondo hay un pedante rechazo a aceptar otras formas de repartir tanto las ideas como las responsabilidades y los poderes, manifestando tal vez así, su incapacidad de participar en otras maneras de entender la gestión de lo público.

 

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