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El armónico desconcierto de la Catedral Metropolitana

El armónico desconcierto de la Catedral Metropolitana

18 julio, 2017
por José Ignacio Lanzagorta García | Twitter: jicito

 

Todas lo son, pero si las catedrales son objetos desconcertantes, la de México tiene que ser una de las que más éxito tiene en ello. Atravesadas por una gran densidad de valores, las catedrales son capitales de una institución tan presente y siempre problemática como la Iglesia Católica; puntos de referencia de la geografía urbana; a veces centros de peregrinación devocional; edificios majestuosos y lujosos con colecciones de arte y parada obligada de una visita a una ciudad desconocida. En el mundo católico americano, las catedrales son producidas como un patrimonio central de una ciudad desde que son concebidas -es decir, desde que se concibe tanto a la ciudad como ciudad como a la catedral como catedral-. En el gran proyecto urbanizador del siglo XVI, la catedral y el rango de ciudad principal son indisolubles. En el siglo XXI, en cambio, las catedrales suelen ser una inconsistente tensión entre iglesiotas y pabellones turísticos del mercado de lo patrimonial.

En la sociedad religiosa, vincularse con una catedral era vincularse con una ciudad. La catedral es la prueba que tenía que resistir la inquisitiva mirada del forastero que ponía un pie en una ciudad como diciendo: muéstrame lo mejor que tienes. Hoy el forastero más bien asistiría al restaurante recomendado en coro por todas las más prestigiosas publicaciones y aplicaciones de reseñas. La desarticulación de todo: de la sociedad religiosa, de la experiencia de ciudad misma, del consumo, de lo estético y de lo patrimonial, complica la vinculación con una catedral como un objeto bien particular. Verla como algo más consistente que un mero templo, un museo, un destino de peregrinación o un punto de referencia, exige un nuevo esfuerzo. Ahí el desconcierto: porque conserva registros de todo esto.

Y a veces son las propias catedrales las que contribuyen a esta desarticulada apreciación. En Lima, por ejemplo, el templo fue convertido en museo. Por 30 soles recibes un panfleto y el ingreso a un edificio pulcro, bien iluminado, rodeado de otras personas mirando con perplejidad la espaciosidad del recinto y las nervaduras de las bóvedas. Sus retablos, hermosos, lucen la misma vitalidad deslocalizada que cualquier otro objeto de cualquier otro museo. En Puebla, salvo por la misa, ya no hay posibilidad de admirar su imponente baldaquino sin escuchar el aleccionador audiovisual que te cuenta la hazaña tolsiana o que se remonta al mito palafoxiano. Otras catedrales de México fueron arrasadas por sus hitos históricos y estéticos que más que sumarles, les restaron. La pulcritud mal envejecida del gusto decimonónico, algún gobernante anticlerical o tal vez un terremoto, lograron uniformidades que las deshuesaron.

La Metropolitana de México es privilegiada en muchos sentidos pero, sobre todo, por ser una catedral que logró acumular sus cicatrices y cosas… y, sobre todo, que las muestra de manera caótica. La capilla de San Cosme y San Damián expone uno de los retablos más antiguos de toda la ciudad, mientras que en la de Guadalupe se observa el trabajo en piedra de Tolsá. Bóvedas de nervadura, de cañón con lunetos o hasta una con yesería. Vitrales de Goeritz y pinturas de Villalpando. Refugio de retablos y pinturas provenientes de otras destrucciones. Los huesos de Iturbide están por ahí, los de Fray Juan de Zumárraga por allá y poco recordados son los de Fray Margil. Hay caprichos que perduran como una capilla dedicada a la patrona de Granada. Cualquier lista de curiosidades, anécdotas y objetos será injusta con los que se omitan.

Pero más allá de los objetos que se encuentran por doquier, es la relación misma de la Catedral con ellos la que es digna de admiración. Cuando no hay misa, conviven en la Catedral una polifonía de voces y roles de forma armónica. Turistas anticlericales que la miran con desdén, turistas religiosos que le rezan a toda escultura, turistas entendidos y turistas despistados. Devotos del Señor del Veneno, devotos del Señor de la Misericordia, devotos del Señor del Buen Despacho. Inmigrantes que le dejan una flor a la Caridad del Cobre, una oración a la de Luján o al Señor de los Milagros. Estudiantes agradecidos que le dejan una copia de su título universitario a la osamenta de San Vital.

Nadie paga acceso, apenas unos diez pesos para admirar la sacristía o el coro reconstruido tras el incendio de 1967. La catedral no es un museo. No sustituyó las reverencias devocionales por las solemnidades de la contemplación patrimonial. Pero no sanciona ninguna. Puedes tomar fotos si lo deseas. Por lo general y a diferencia de catedrales españolas, la entrada de los turistas es la misma que la de los devotos: no los distingue, solo da prioridad al uso que dan del templo los segundos restringiendo conductas “turísticas” en las áreas donde hay misa. Fuera de eso, no hay indicaciones sobre cómo relacionarse con sus objetos: no hay videos, no hay grabaciones con lecciones de historia. Las capillas se acompañan de una placa informativa, pero éstas suelen estar cerradas y oscurecidas. La catedral no es un museo… pero tampoco es solo un templo.

Incómodos por el desconcierto, muchos desearían ver la catedral de otra forma, de una sola forma. Restringir a los turistas, prohibir las fotografías o restringir a los devotos, volverla museo, indicar la apreciación de sus joyas. En cambio, yo sospecho que esta polifonía es mucho más valiosa: conserva el registro de todo lo que este edificio es. La Catedral Metropolitana de México debe ser la construcción socialmente más compleja de lo que entendemos como “patrimonio”, pues navega, resiste o armoniza los usos, imaginarios, discursos y fuerzas que no pasan por alto su presencia capital en esta capital.






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