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Horizontes de la violencia tradicional y contemporánea

Horizontes de la violencia tradicional y contemporánea

19 diciembre, 2014
por Arquine

Fragmento del texto Horizontes de la violencia tradicional y contemporánea en torno al cual girará el seminario de la exposición Visible Invisibilización

por Guillermo Pereyra

I

Existe una lógica clásica de la violencia que se relaciona con las decisiones soberanas que conducen a un Estado a la guerra con otro Estado. Cuando un conflicto llega a un punto de no retorno, y las vías normales de su resolución son agotadas, un pueblo soberano puede declararle la guerra a su enemigo. La conocida tesis de Carl Schmitt es que la guerra es un presupuesto de lo político, una posibilidad real que acecha a toda decisión soberana de declaración de hostilidad.[1] En un sentido clásico, lo político no es ajeno a la eliminación física de los soldados que forman parte de los enemigos de un pueblo.

¿Qué utilidad tiene esa hipótesis para pensar la relación clásica entre política y violencia? Por un lado, en la lucha armada se manifiesta de manera clara la consecuencia de los reagrupamientos políticos entre amigos y enemigos; en la guerra los hombres mueren para defender la unidad soberana amenazada por el enemigo. La racionalidad del sacrificio guerrero consiste en que algunos deben morir para que pueda vivir la unidad política. Por otro lado, lo político no es reductible a la violencia guerrera porque la guerra no es el fin último de lo político, ni algo ideal o deseable. A esto se lo conoce como la hipótesis no belicista del pensamiento schmittiano.[2] Schmitt postuló que la guerra es un presupuesto de lo político, pero simultáneamente afirmó que la guerra no es la finalidad sino una posibilidad real de lo político. La relación clásica entre política y guerra puede ser planteada del siguiente modo: aunque lo político no es sinónimo de violencia guerrera, lo político no descarta a la guerra como algo malo en sí mismo; la guerra no pertenece a una naturaleza asocial anterior a la vida política: hay guerra porque la unidad política soberana renuncia a la imagen serena, segura y confortable de un statu quo libre de antagonismos.[3] La decisión soberana, que se expresa con claridad cuando se decide sobre la guerra, es la respuesta que da lo político a la agudización del peligro que corre la existencia humana.[4] Schmitt desconfía de la realización terrenal de una sociabilidad reconciliada consigo misma, y la guerra existe porque no hay una composición última de los conflictos humanos. La violencia políticamente domesticada se expresa en el antagonismo con el enemigo, que en la teoría clásica de la guerra es reconocido como un enemigo justo. La guerra tiene códigos propios y límites jurídicos que impiden que la violencia se expanda de manera desquiciada –el enemigo no debe ser torturado, los prisioneros de guerra merecen un trato humanitario, etcétera.

En la visión clásica de la violencia estatal una contradicción anima a lo político: el Estado es el garante de la vida de la comunidad, pero puede exigir en la guerra el sacrificio de la vida. Schmitt afirma: “Este poder sobre la vida física de las personas eleva a la comunidad política por encima de todo otro tipo de comunidad o sociedad”.[5] La posibilidad de disponer de la vida de los miembros de la comunidad política pone a esa comunidad por encima de cualquier asociación de la sociedad civil. Sólo la comunidad política soberana puede matar porque sólo ella puede enfrentarse con conflictos decisivos que requieren la declaración de guerra. La capacidad política de matar no tiene que ver con la fascinación mórbida por la sangre derramada, puesto que sólo ataco al enemigo cuando me siento realmente amenazado. El amigo no ataca al enemigo porque sí sin estar seguro de que es la negación óntica de su ser. La guerra tradicional confronta a la comunidad política con la defensa existencial de su vida y esto es lo prioritario, no el odio personal que eventualmente le tenemos a nuestros enemigos.

Propongo dos tesis para caracterizar la violencia guerrera tradicional. Primera tesis: la violencia no es la primera reacción que tiene el amigo con el enemigo en una relación de hostilidad. La lucha política consiste en diferir o aplazar hasta el momento extremo la violencia, y esto no quiere decir anularla para siempre en un sentido pacifista. La guerra es la última opción que tienen dos unidades políticas soberanas para enfrentar un conflicto. ¿Por qué es la última opción? Porque el objetivo de la guerra no es hacer escalar de entrada los conflictos, prender la llama de la violencia desde un primer momento, sino que, al contrario, su propósito es regular la violencia y contribuir de este modo “a crear sentido obrando en nuevos equilibrios”.[6] La guerra tradicional es una guerra equilibrada: tras un momento de excepción violenta se busca restablecer el equilibrio en el orden político.

Segunda tesis: la unidad estatal soberana que se enfrenta a un enemigo justo ejecuta una violencia políticamente legitimada. Es por ello que la guerra tradicional se distingue de la aniquilación del enemigo basada en el principio de la hostilidad absoluta. El aniquilamiento es el resultado de la deshumanización del enemigo y opera cuando se lo pone fuera del mundo de la política y su vida se considera indigna de ser vivida. El enemigo aniquilado es previamente criminalizado, esto es, anulado como enemigo legítimo en un enfrentamiento total contra su modo de ser. Cuando esto ocurre, la violencia deja de ser la última instancia de lo político y pasa a ser una necesidad primera justificada por la lógica del todo vale, porque todo vale como excusa para aniquilar. Se percibe a los enemigos como sujetos indeseables, monstruos y parásitos que deben ser inmediatamente eliminados. Toda criminalización del enemigo utiliza una violencia simbólica que reduce al otro a un ser inferior o “naturalmente violento”. Inhumano, sin capacidad de decisión y por lo tanto inmovilizado, paralizado y sometido es quien puede ser torturado y aniquilado.

 

[1] Carl Schmitt, El concepto de lo político. Texto de 1932 con un prólogo y tres corolarios, Madrid, Alianza, 1999, p. 64.

[2] Ibíd., p. 63.

[3] Leo Strauss, “Comentario sobre El concepto de lo político, de Carl Schmitt”, en Heinrich Meier, Carl Schmitt, Leo Strauss y El concepto de lo político, Buenos Aires, Katz, 1998, p. 163.

[4] Jorge Dotti, Carl Schmitt en Argentina, Rosario (Argentina), Homo Sapiens, 2000, p. 878

[5] Schmitt, El concepto de lo político, op. cit., p. 77.

[6] René Girard, Clausewitz en los extremos. Política, guerra y apocalipsis, Buenos Aires, Katz Editores, 2009, p. 22.